Por Alonso Díaz de la Vega
@diazdelavega1

Santa nada, llena eres de nada, nada es contigo.
Ernest Hemingway, Un lugar limpio, bien iluminado.

El mito es sueño. Empeñarse en lo contrario implica suponer que Sísifo, intacto del tiempo y la muerte, carga diario una piedra hasta la cima de un monte en el inframundo y, vencido por el peso, comienza de nuevo. El comportamiento de esta narrativa es astral, cíclico, y expresa no un documento, sino una idea. Cuál, se desconoce. Del evemerismo a la mitología comparada, el significado del mito se mantiene secreto, pero su irrealidad se considera definitiva. La modernidad no supone el mito como real porque sus pilares son el materialismo, el positivismo, el existencialismo. La soledad. No es un cinismo espiritual el que guía al hombre moderno, sino una vocación racional que depura la superstición para hallar lo universal. Los gigantes de cien manos y las deidades lascivas son desterrados del imaginario colectivo por el bosón de Higgs.

Las mejores cintas de Darren Aronofsky manan de este pensamiento y hacen del arquetipo un personaje; de la apoteosis, una consumación fatal. La obsesión responde a una voz interior que, incapaz de tolerar el mundo en su aparente imperfección, persigue un orden absurdo y cae en el abismo. Existe en estos filmes una herencia de la tentación de Adán y Eva, de la rebelión de Satán y del pacto de Fausto, pero no Dios. Ni siquiera es mencionado. Las peores cintas de Aronofsky ofrecen no una visión moderna del mito, sino una apología de la superstición. Las historias antiguas no son resonantes por reveladoras, sino por ciertas, con sus reliquias y sus monstruos que nadie ha visto. “La fuente de la vida” (The Fountain, 2006) y “Noé” (Noah, 2014) representan este contrapunto y revelan una deficiencia en la declarada convicción atea de Aronofsky; un deseo soterrado de que lo místico exista. En “La fuente de la vida” y “Noé”, la mitopeya reemplaza el mito con la existencia de criaturas y pociones fantásticas. El mito es tomado en serio y Aronofsky acepta la existencia de un más allá. Incluso la visión de la muerte cambia y muestra la duda de un director incapaz de renunciar a Dios.

El mito es tomado en serio y Aronofsky acepta la existencia de un más allá…

En los mitos de muchas culturas hay multitud de inframundos, desde el Hades griego, pasando por el Mag Mell celta, incluso el infierno cristiano, hasta el Xibalba maya. De ser torturado a ser nada, el hombre prefiere un lugar donde la consciencia sobreviva a pesar del tormento. Más orientada a lo celestial, “La fuente de la vida” concede este deseo en el reencuentro en su última toma, a diferencia de “El luchador” (The Wrestler, 2008) o “El cisne negro” (Black Swan, 2010), que terminan en un abandono trágico. Randy “The Ram” (Mickey Rourke) y Nina Sayers (Natalie Portman) mueren en el escenario, arrullados una última vez por el codiciado aplauso. Los créditos son el final de la película, pero también de una vida. Aronofsky no explica el destino de sus personajes porque acepta la condición inefable de la muerte, y en ese misterio comienza la reflexión, la pregunta: ¿Valió la pena? La obsesión por regresar en el tiempo a los días de gloria y de obtener la perfección en el arte se dirigen a la nada. En “Pi” (1998) y “Réquiem por un sueño” (Requiem for a Dream, 2000) esa nada está en la Tierra, donde la adicción, la soledad y el aprisionamiento fulminan el espíritu.

En “La fuente de la vida” y “Noé”, ligadas por altos presupuestos y una concepción mágica del mundo, Aronofsky duda. En ellas no predomina el carácter sino el destino. Ya sea en el determinismo que une por siempre a Tommy (Hugh Jackman ) y a Izzi (Rachel Weisz), o en la voz divina que da órdenes a Noé (Russell Crowe), Aronofsky empodera una voluntad superior al hombre, que lo protege. Hay un quiebre en el discurso a pesar del comportamiento obsesivo, porque éste no viene del hombre, o, si lo hace, culmina en la inmortalidad. Esta obsecuencia, opuesta al aparente nihilismo del Aronofsky ateo que sólo cree en la decisión humana, se explica con el miedo que lleva a la conclusión de un inframundo: el horror a la nada. Aterrado por la convicción nabokoviana de que la vida es una grieta de luz entre dos eternidades de oscuridad, Aronofsky se retracta para consolarse con la noción de un algo. Por eso cambia la convicción mitológica.

En “La fuente de la vida”, Izzi y Tommy se entregan al último aliento sólo bajo la promesa de la ultratumba. Los demás protagonistas de Aronofsky, salvo por Noé, compiten con la muerte para experimentar el triunfo. Para ellos, el tiempo consume el propósito de sus vidas porque los acerca a la vejez y al olvido, mientras que para los personajes del Aronofsky retraído la muerte es el punto que marca la recurrencia, la resurrección. Su visión del tiempo es antigua y supone que todo reinicia y continúa sucediendo, como los mitos astrales donde el sol muere todas las noches. Las cintas fantásticas de Aronofsky son un alivio ante el fin de la consciencia, y por ello no reflejan la visión racional del director, sino sus deseos más secretos, pero también los nuestros. Al experimentar en su carrera la convicción atea y la duda fervorosa, Aronofsky resume una contradicción universal y, aunque accidentalmente, crea un mapa genuino de la reacción humana a la muerte. Condenados a ser libres por la aparente ausencia de lo divino, los hombres modernos, como Aronofsky, se refugian en el sueño del Paraíso.