Por Pedro Paunero
Muchas cosas cambiaron en treinta años. Pero todo sigue igual.
Niko.
Dos amigos, pilotos de la fuerza aérea polaca, Bogden (Jakub Sasak) y Niko (Jedrzej Hycnar), compiten no sólo para probar quién es el mejor, sino por la misma chica, Marta (Vanessa Aleksander), una DJ en ascenso, a quien conocen bajo circunstancias azarosas. Cuando el gobierno ruso se interesa en sus desempeños, los invita a participar en un proyecto secreto, el SkyCom, que no sólo consiste en enviar a uno de ellos al espacio, como cosmonauta -recordemos que cosmonauta es al espacio, según los rusos, lo que el astronauta para los Estados Unidos-, sino en ser sometido a un experimento secreto de criogenia, por el cual dormirá por un breve tiempo, para probar la implementación de esta técnica en vuelos prologados. El escogido resulta ser Niko, no sin que Bogden se sienta un tanto celoso de los resultados. Un accidente provoca que Niko, que sufre alucinaciones, cambie la programación de la nave y duerma por treinta años. En su inesperado regreso, no sólo descubrirá un mundo distinto, sino a la chica que, para él, apenas dejó ayer, convertida en una mujer madura, mientras él sigue igual de joven, y que esta se ha casado con su rival y una hija procreada por ambos.
La idea del viajero dado por perdido -o muerto-, y que vuelve inesperadamente, sólo para encontrar las cosas sumamente distintas a cómo las dejara, es uno de los temas recurrentes de la literatura y del cine. En “Rip van Winkle” (1819), un cuento de Washington Irving que ha devenido en clásico, el protagonista se duerme por veinte años, en una cueva, tras beber un licor mágico, convidado por unos personajes misteriosos, regresa a su pueblo y descubre que ha ocurrido la Guerra de Independencia de las Trece Colonias. Pero, aunque él permanece igual físicamente, descubre que su hijo se ha hecho mayor, y que su esposa ha muerto, tiempo atrás. En “El dormilón” (The Sleeper, 1973), de Woody Allen, Miles Monroe, el personaje que él mismo interpreta, despierta en un futuro robotizado, dos siglos después, gobernado por un dictador. En esta película, el habitual sarcasmo del director se sintetiza en la siguiente frase:
–Es difícil de creer que no hayas hecho el amor en doscientos años.
–Doscientos cuatro si tienes en cuenta mi matrimonio.
En “Trog” (1970), la última -y vergonzosa- película de Joan Crawford, dirigida por Freddie Francis, quien despierta al mundo moderno es un troglodita de la Edad de Piedra, como sucediera ya en la comedia mexicana “El bello durmiente” (1952), dirigida por Gilberto Martínez Solares y protagonizada por Germán Valdez “Tin Tan”, en el papel de cavernícola.
Igualmente, en el relato de Bram Stocker, “El retorno de Abel Behenna” (1983), la rivalidad entre dos grandes amigos, que compiten entre sí por el amor de una misma chica, los unirá más allá de la muerte. La suerte decide que Sarah Trefusis, la chica más bella del pueblo, elija a Abel como partido para casarse. Abel se embarca, en una aventura malhadada para hacer dinero y sostener su matrimonio pero, mientras Sarah lo espera, Eric Sanson, el otro interesado en ella, no pierde tiempo y prepara su propia boda con la muchacha, por si Abel no llegara a tiempo de cumplir el plazo fijado. Abel regresa justo a tiempo, pero su barco zozobra y, en paralelo a cierta ocasión en que Abel le salvara la vida, ahora Eric tiene la oportunidad de hacerlo con Abel. Pero los celos provocan que Eric lo abandone a la furia de los elementos. Poco tiempo después, al culmen de la boda, el cadáver de Abel Behenna es localizado a las puertas de la casa de su rival, con la mano tendida hacia la novia que nunca tuvo.
En “Cuarentena” (Quarantine, Martha Coolidge, 1985), un capítulo de la “Dimensión Desconocida” de los años ochenta el informático Mathew Foreman (Scott Wilson), despierta de su sueño criogénico trescientos veinticuatro años después, para descubrir un planeta Tierra en el cual una sociedad rural, ecológica y global, ha sustituido a la enloquecida urbanización y a la tecnología, en la cual, ahora, los seres humanos poseen poderes psíquicos, comparten una mente común entre ellos y el resto de los seres vivos, y se trasladan a otros mundos de manera telepática, tienen organismos genéticamente modificados y todo el conocimiento se almacena en animales nonatos, suspendidos en placentas, mientras un supuesto meteoro -en realidad un arca espacial, con los peores representantes del mundo pre ecológico en su interior, y verdaderos culpables de la guerra apocalíptica, que provocara el cambio rural del mundo-, se acerca al planeta, amenazando el nuevo orden.
“La chica y el Cosmonauta (Dziewczyna i kosmonauta, Bartosz Prokopowicz, 2023), comparte con “Cuarentena”, y con “El retorno de Abel Behenna”, la misma premisa: el retorno de un hombre sometido a criogenia y el descubrimiento de una nueva realidad, en la cual los deseos amorosos priman, por verse incumplidos.
Niko es enviado al espacio en 2022, y despierta de su sueño de frío, en 2052. El mundo de 2022 es presentado, prácticamente en su totalidad, como el que habitan un par de pilotos que, cuando no están jugando con sus aviones -a la manera de ese retrato irresponsable de la Escuela de Armas de Combate de la Marina, que es “Top Gun” (Tony Scott, 1986), que romantiza esta sección de la fuerza aérea estadounidense-, matan el tiempo libre en juergas de discotecas y con, por supuesto, chicas. Esta clase de relaciones facilonas e inmaduras, que impregnan la trama, se compensan por la fuerte presencia paterna, que pesa sobre varios de los personajes, en una sombra freudiana inquietante, incluso treinta años después de iniciado el conflicto amoroso y cienciaficcionista, pero que no termina de resolverse. Niko despierta en un complejo secreto, bajo las órdenes de Nadia (Daria Polunina), persona aquejada por hemiplejia -lleva prótesis biónicas para ayudarse- y quien, a los siete años de edad se había ganado el corazón de Niko por las tiernas conversaciones que sostenían, y que es nieta del científico líder del proyecto. Convertida, treinta años después, en una mujer dictatorial, desea a Niko para sí, sirviéndonos no un triángulo amoroso, sino un cuadrado bien puesto.
A través de seis episodios narrados en flashbacks paralelos, las tramas avanzan entre un diseño de producción impecable, una hermosa fotografía espacial y música envolvente. Pero los episodios se tornan cansinos, y las peleas de machos rijosos que se dan entre Niko y Bogden (joven y viejo), amenazan con convertir en telenovela esta historia de Ciencia ficción, que tiende lazos con otros títulos – setenteros-, de Europa del Este, como “Eolomea” (Herrmann Zschoche, 1972) o “Señales” (Signale-Ein Weltraumabenteuer, Gottfried Kolditz, 1970), es decir, producciones con ideas fabulosas, un diseño de producción magnífico pero olvidables, al fin y al cabo.
“La chica y el Cosmonauta”, producción polaca, está muy alejada de la Ciencia ficción de ese otro polaco eminente que es Stanislaw Lem, y a quien Tarkovski adaptara en una obra de arte -en la pieza de Ciencia ficción más inteligente que diera el cine-: “Solaris”. “La chica y el Cosmonauta” es pura apariencia, pura superficie, aun cuando su protagonista atine a expresar su frase más profunda, la gatopardista “Muchas cosas cambiaron en treinta años. Pero todo sigue igual”. Al final, nos queda la sensación que todo el intríngulis se hubiera resuelto en un par de horas, pero que la historia hubiera resultado igual de olvidable e intrascendente.
Para saber más:
“Cosmonautas y bikinis: el cine de ciencia ficción en la Alemania del Este” por Pedro Paunero.