Por Pedro Paunero
Existe una frase recurrente -la del hombre que avisa que no tardará mucho, y sale a comprar cigarrillos pero jamás regresa a casa-, cuando se habla en torno al fenómeno del padre ausente, con cierto tono de ironía, entremezclado con resentimiento, pero pocos conocen la historia de Anna Moran, de Cambridge, Massachusetts, que de súbito, sin advertir ¡agua va! -o que salía a comprar cigarrillos-, abandonó a William Fellows, su esposo. William trató de llevar una vida tranquila, tras el natural colapso emocional, por veinte años, permaneciendo en un estado intermedio de espanto continuo, de angustia existencial -que conocen muy bien los familiares de personas desaparecidas, que no saben a ciencia cierta si han muerto o todavía viven-, instalado entre la viudez no corroborada, y la soltería autoimpuesta, sin cambiar de dirección, hasta que un día, al volver a casa, escucha un ruido proveniente de la cocina y encuentra a Anna preparando la comida, como si jamás se hubiera ausentado. Anna jamás explicó el motivo de su ausencia, ni dónde había estado todo ese tiempo, y William no insistió en ello. El matrimonio pasó tres años felices, a partir de entonces, hasta que William tuvo que enfrentarse al hecho de que, Anna, una vez más, lo había dejado. William esperó hasta su muerte, pero Anna ya no regresó otra vez.
Esta historia -relatada por Jay Robert Nash, en el libro “Among the Missing. An Anecdoctal History of Missing Persons from 1800 to the Present” (1978), Rowman y Littlefield-, comparte con toda leyenda urbana una serie de elementos comunes, como la improbabilidad -por qué el esposo no insiste en saber dónde estuvo su esposa, o el motivo del por qué lo había dejado-, su horror subyacente, una serie de agujeros inconsistentes en su historia, y una incierta veracidad, sostenida sobre el testimonio de testigos tan contradictorios como ansiosos de notoriedad, así como la sensación de que, aquello devenido en cotidiano, no es tan desabrido, después de todo.
“Los extraños” (The Strays, 2023), ópera prima de Nathaniel Martello-White, actor de teatro y cine, así como escritor, se ocupa de narrar una historia tangencial, por momentos inquietante, capaz de evocar las atmósferas perturbadoras tanto del cine de Yorgos Lanthimos como de la película “Parásitos” (2019) de Bong Joon-ho, con el horror evasivo de Ari Aster, y la trama de invasión al hogar del clásico contemporáneo, “Funny Games” (1997), de Michael Haneke, aunque sin alcanzar la brillantez de ninguna de estas.
Neve (Ashley Madekwe), mujer mestiza casada con Ian Williams (Justin Salinger), hombre blanco, intenta mantener las apariencias de un matrimonio británico, de clase alta, evadiendo toda sugerencia a su ascendencia negra, aun cuando sus hijos, Mary (Maria Almeida) y Sebastian (Samuel Paul Small), posean rasgos heredados por su madre.
La vida de aparente estabilidad económica y lujo de Neve, se ve alterada cuando comienza a tener la visión de un joven negro, que parece perseguirla, aunque ningún otro parece verlo. Nos enteramos que se trata de Marvin (Jorden Myrie), que se hace acompañar de Abigail (Bukky Bakray), su hermana, quienes de forma sospecha se acercan a los hijos de Neve, amistándose en un principio con ellos, para recriminarles un amor maternal del cual ellos carecieron.
Puntuales diálogos demuestran que Marvin y Abigail han tenido una vida de constantes privaciones, que han desarrollado un gran encono hacia la clase alta y que, de alguna forma, están relacionados con una vida pasada que Neve ha mantenido en secreto en su actual situación.
Y es en este punto donde la trama de “Los extraños”, emparenta con la historia de Anna Moran que, si bien parece tener tintes sobrenaturales, ha tenido una segunda parte en Internet -investigada por usuarios del portal reddit.com-, misma que no llegó a narrar Jay Robert Nash en su libro, y que cuenta cómo, según el censo de El Paso, Texas, correspondiente al año 1910, se la localiza casada con otro hombre, de nombre Michael Hennessey, con quien procreara una hija, de nombre Margaret, en 1905.
El pasado de Neve, que le salta a la cara con la llegada de Marvin y Abigail, se torna racista a todas luces, en un intento horroroso de blanquear su presente. El argumento que sustenta “Los extraños”, es el mismo que vertebra la novela de Fannie Hurst, que fuera ganada para el melodrama más puro en varias adaptaciones cinematográficas, “Imitación de la vida” (Imitation of Life), de John M. Stahl (1934), en una película con un guion que el Código Hays censurara en sus aspectos más críticos, pero que conserva todavía algunos rasgos audaces para la época -como el hecho de que una mujer negra, Delilah (Louise Beavers), aunque sirvienta de una blanca, Bea (Claudette Colbert), aparezca como socia en una empresa panadera exitosa-, y en la cual la hija de Delilah, mestiza de piel blanca (su padre era blanco, elemento cambiado en el guion a favor de una “rareza” congénita), reniega de su madre negra, así como en la obra maestra de Douglas Sirk, del mismo título, del año 1959, y en el drama lacrimógeno mexicano, “Angelitos negros” (Joselito Rodríguez, 1948), con Pedro Infante en el rol protagónico, y que tuviera un remake, por parte del mismo director, en 1970.
La inversión -hija mestiza que reniega de su madre negra, por una madre mestiza que niega a sus hijos negros-, opera en “Los extraños” causando estupor en el espectador. Neve, conocida en su pasado como Cheryl Blake -el apellido no es casual-, vendedora de éxito pero denigrada por la Oficina de Vivienda, en su nueva vida -cuidadosamente construida en su artificialidad-, habita en un suburbio inglés, donde funge como subdirectora de escuela, recauda fondos para los “individuos desafortunados” -léase africanos de Gambia-, y oculta su cabello afro, ensortijado, bajo pelucas que le provocan picazón, mientras alienta a su hija -que poco puede ocultar sus propios rizos- a teñirse de rubia, baila al ritmo de “Chan Chan”, de Compay Segundo con Ian, director de una agencia de seguros de vida, y le corta diestramente el cabello a su marido –“uno de tus talentos secretos”, le dice él-, aludiendo a ese pasado arrumbado.
Pero es, precisamente, en este aspecto donde la película hace agua. Visto desde la engañosa perspectiva de critica social de “Los extraños”, el racismo resultaría tan monstruoso que sólo cabría retratarlo a través de una historia de terror. Pero no es así. Su metáfora es endeble, como endeble su reflexión. Los clichés abundan en su trama -y esto sí resulta en un equívoco sumamente molesto-, al volver a Marvin y Abigail una parodia involuntaria de los intrusos y secuestradores de Michael Haneke en la citada “Funny Games”, como si el individuo negro estuviese inclinado, por naturaleza, al rencor y al crimen, mientras sus atmósferas se perciben un desdibujado intento de alcanzar aquellas que, la productora A24, logra con tan sólo unas cuantas luces, sombras, o presencias insinuadas, y su onirismo enigmático. En “Los extraños”, la histeria de Neve -supuesta encarnación de la persona no caucásica, racialmente aspiracionista-, es ofensiva, y denigra el trabajo de un John Cassavetes en la rupturista, “Shadows” (1959), con su protagonista afroamericana de piel blanca, enamorada de un blanco, con todas las aristas -en una perspectiva en ambas direcciones-, que dicha relación conlleva.
Incluso su corrección política resulta sospechosa. En una escena final, Marvin golpea a Ian, quien sólo atina a expresar, con la nariz rota y sangrando: “¿les pagaste para que se fueran?”, antes de entregarse de buena gana al sacrificio.
En última instancia, “Los extraños”, redunda en esa tan ingenua -más que cínica-, visión estereotipada que impregna la película “Nuevo orden”, del mexicano Michel Franco: una aberración que cae estrepitosamente en el abismo de aquello que desea criticar.
Y esto es lo que, al final, resulta más horroroso de toda la película.