Por Pedro Paunero

“La cámara es el pincel del director”
F. W. Murnau

La historia es conocida. Friedrich Wilhelm Murnau tomó la novela “Drácula”, de Bram Stocker, fallecido diez años antes, se la entregó a su guionista, Henrik Galeen, quien cambió algunos detalles para la película, sobre todo el final, no pagó los derechos de autor correspondientes a Florence Balcombe, la viuda de Stocker y perdió la batalla legal. El efímero estudio alemán Prana Films, dedicado al género del terror, se declaró en quiebra y, tras filmar “Nosferatu: Una sinfonía del horror”  (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens), su única película en 1922, desapareció. Las copias fueron destruidas. Pero se salvaron varias y la cinta, de escaso éxito taquillero entonces, se convirtió en título de culto.

En esta adaptación no oficial de la novela de Stocker, el conde recibió el nombre de Orlok (del eslovaco “Vroloc”, vampiro) y no Drácula, y sembró la duda de que su entusiasta intérprete, Max Schreck -cuyo apellido significa “terror”-, podía tratarse de un vampiro verdadero, tema cuya exploración realizó E. Elias Merhige en la película “La sombra del vampiro” (Shadow of the Vampire, 2000), que incidía en esta parte de la leyenda metaficticia.

Calvo, cadavérico, con dientes encimados, orejas de ratón, garras afiliadas y una sombra independiente, su espeluznante figura característica fue creada por el genio Albin Grau, un arquitecto y ocultista versado en magia enoquiana (así mismo, diseñador de producción de la película), y resultó sencillo que el vampiro de Schreck se convirtiera en figura pop, al grado de otorgarle un nombre, y una presencia definida, a uno de los clanes del juego de rol “Vampiro: la mascarada”, que tendría su propia serie de televisión.

La película se tituló “Nosferatu”, del griego “Nosophoros”, el portador de la peste (“surgido de la semilla de Belial”, según  el guion). Siendo esta la clave para adaptación tan singular, y un elemento tan significativo que Werner Herzog comprendió perfectamente para su remake y homenaje de 1979, “Nosferatu: Phantom der Nacht”, a la cual añadiera su toque particular, sobre todo en la actuación del, muchas veces, desmesurado Klaus Kinski, como un vampiro que, sin dejar de ser el “Nosophoros” -se subraya esa “danza de la muerte” bruegheliana, con el mar de ratas infestando e infectando la ciudad de Bremen, los festines celebrados entre los despojos de los muertos en la plaza principal (porque ya no hay nada que perder), y el desfile incesante de portadores de ataúdes-, pero rendido ante Lucy (Isabelle Adjani), que se le entrega en sacrificio para retenerlo hasta el amanecer.

Entonces, el asunto con cualquier remake del “Nosferatu” de Murnau es comprender el carácter de vampiro-peste, más que vampiro romántico, ya sea seductor mortal -como en el “Drácula” (1958), dirigido por Terence Fisher para la Hammer, con la imagen de depredador sexual que le impusiera Christopher Lee-, o el vampiro enamorado del “Drácula de Bram Stocker” (1992), dirigida por Coppola. El Nosferatu que ofrecía Murnau es un “devorador de mortajas”, un cadáver viviente que se vale de su poderío sobre la plaga -y la causa-, pero capaz de ser atraído, y destruido, por la etérea belleza de Ellen (Greta Schröder), en ese giro del cual carece la novela: el amanecer pertenece a la esfera humana, y mantiene a raya a la nocturnidad personificada en monstruo pues, como lee Ellen en el libro “Of Vampyres, Terrible Phantomes and the Seven Deadly Sins” (el “Solomonari”, en la versión de Eggers):

“No existe salvación posible, a no ser que una mujer libre de pecado, haga olvidar al vampiro el primer canto del gallo”.

Un final más dramático, y mejor resuelto, que el precipitado y poco imaginativo de la novela de Stocker, en el cual Drácula muere por una puñalada en el pecho.

La adaptación de Robert Eggers, el brillante renovador del Folk Horror con “La bruja” (The Witch, 2015), el explorador de los abismos psicológicos  que provoca la soledad (transmutados en horrores sexuales) de “El faro” (The Lighthouse, 2019) y el indagador del origen de la venganza shakesperiana en “El hombre del Norte” (The Northman,2022), nos entrega un Nosferatu (interpretado por Bill Skarsgård) vociferante, impositivo, altísimo y curvado bajo su propio peso, pero ridículamente bigotón.

La historia respeta el guion que Galeen escribiera para Murnau, en las figuras de Thomas Hutter (Nicholas Hoult) y Ellen (la marmórea Lily-Rose Depp, hija de Johnny Depp), matrimonio afincado en la ciudad de Wisborg, y en Hutter como empleado de Her Knock (Simon McBurney), el agente inmobiliario que le ordena el viaja a los Montes Cárpatos, donde el Conde Orlok se apresta a firmar el documento legal que le convertirá en propietario de Grünewald Manor, en la misma ciudad de Wisborg, y en vecindad de la casa de los Hutter. Se incide en la comunicación telepática entre Ellen y Orlok, pero se cae en el exceso, que promueve a risa, del histerismo de esta -la chica Depp es el vivo retrato de lo exagerado y de mal gusto, casi no hay escena en que no hable con gritos de energúmena-, en varias escenas de exorcismo de las cuales el mismo demonio Pazuzu de “El exorcista” (The Exorcist, William Friedkin, 1973), se pitorrearía con gusto.

La razón es simple, lo que Eggers nos presenta es menos una historia de vampirismo, que de una posesión demoníaca. La “predisposición” histérica de Ellen, se explica -y con esto derrumba los avances científicos en pos de lo sobrenatural-, en términos medievales. Ya desde la primera escena, Ellen clama por ayuda a un ser celestial, pero parafraseando a Louis de Pointe du Lac (Brad Pitt), el personaje principal de la cinta “Entrevista con el vampiro” (Interview with the Vampire, Neil Jordan, 1994), que otorga una entrevista al periodista Daniel Molloy (Christian Slater), “un vampiro la escuchó”. Orlok responde. Y ella jura su unión eterna con este.

El vampiro de Eggers pues, recupera una parte muy antigua, e incluso pura, del mito: el cuerpo humano que vuelve de la tumba carece de alma (razón por la que no se refleja en un espejo), y es “animado” -de anima- por un espíritu impuro e inmundo, es decir, un demonio. Su cercanía con el ghoul árabe-lovecraftiano (comedor de despojos de la tumba), y el zombie george-romeriano cuyo origen se explica en “Tierra de los muertos” (Land of the Dead, 2005) –“un demonio anima a estas criaturas”-, demuestra el parentesco malsano, e incestuoso, de todos estos seres, y el temor reverencial, y ancestral, de la humanidad por el reviniente. Algún mérito debía tener la película de Eggers, después de todo.

Como en la original, el papel correspondiente al versado profesor de ocultismo -Van Helsing en la novela de Stocker-, Albin Eberhart Von Franz (Willem Dafoe, quien interpretara a Orlok en “La sombra del vampiro”, por cierto), aparece sin una personalidad poderosa, en contraste con aquel memorable Van Helsing de Anthony Hopkins en la película de Coppola, subrayando su carácter secundario.

La escena de Orlok, ya instalado en su propiedad occidental, haciendo pases mágicos (o mesméricos) con la mano-garra, proyectando la sombra sobre la ciudad, quiere recordarnos otra sombra siniestra, la de Mefistófeles en “Fausto” (Faust, 1926), también de Murnau, soltando la peste sobre la población, pero resulta anacrónica, y no podemos dejar de pensar en el Saruman de la trilogía “LOTR”, de Peter Jackson, a quien sí le iban bien este juego de manos.

El expresionismo corresponde a una época concreta y el cine mudo -una forma de arte en sí misma-, debería respetarse como un todo, véanse si no ejercicios como “El artista” (The Artist, Michel Hazanavicius, 2011) o “Blancanieves” (Pablo Berger, 2012), que demuestran que todo puede hacerse hoy en día, pero que se sitúan fuera de lugar al recurrir a senderos ya transitados y superados en su momento, por directores de la talla de un Abel Gance, Eisenstein o Murnau, colosos de su época.

Artificiosa, como en su momento se señaló el “Drácula” de Coppola, el remake de Eggers carece de todo aquello que no es sino resultado de la imitación: la personalidad propia. El ejército de ratas, o el significativo desfile de ataúdes, no son sino escenas marginales en esta película que escurre CGI por doquier. Simétrica, sin la brillantez simbólico-arquitectónica de cualquier película de Peter Greenaway (“El contrato del dibujante”, “Una zeta y dos ceros”, “El vientre del arquitecto”, “El bebé de Mâcon” o “Los libros de Próspero”), donde el espacio corresponde a la reflexión pictórica, la película de Eggers se vierte en frialdad sintética, irreflexiva.

Histérica, de acción continúa sin ofrecer apenas un respiro, el “Nosferatu”, de Eggers, se percibe como un encargo que le ha quedado grande, a pesar de todo, está impregnada de un estilo (una obsesión), reconocible en el director: su indagación en la sexualidad -como en “La bruja”, como en “El faro”-, de un terrible peso existencial, cuyo toque moralino amenaza con ahogar a sus protagonistas, más allá de los monstruos externos que los acechan.

Para saber más:

“Una cuestión de colmillos: ¿Qué vampiro fue el primero en tenerlos en el cine?” Por Pedro Paunero.

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.