Por Rodrigo Garay Ysita
Hay que agradecer la homofobia del mexicano por ser uno de esos atributos tan suyos, tan lucidores de su humor involuntario. Así como le pasa con otros tantos terrores cívicos, el intento de suprimirla por quedar bien con la sociedad de lo políticamente correcto no sólo es inútil, sino ridículo cuando se destapa inevitablemente gracias a la eterna lucha por que no se dude de su hombría. Sírvase de este ejemplo reciente: El entrevistado está sentado junto a su crew de patinetos al frente de una sala de cine llena de periodistas*. Luego de hablar de lo mucho que admira a su camarada El Pelucas, uno de los protagonistas de la historia de amor gay en “Te prometo anarquía” (2015), y de admitir que el personaje en pantalla conserva íntegramente la personalidad de su amigo, el joven aclara: “Bueno, pero él no es puñal, ¿eh?”.
Lo importante es tomar distancia. Acercarse a la otredad (de los pobres, de los homosexuales, de los cholos, los chacas y el que sea su sector marginado favorito) sin identificarse con ella. Tomarle muchas fotos y colgarle muchos hashtags, como en un zoológico.
Qué fortuna que Julio Hernández Cordón, en ésta, su quinta película, no haya optado por congratular la diversidad sexual de la Ciudad de México desde su silla de director, sino que haya ofrecido un espacio franco de convivencia con una cultura que a muchos nos podría resultar dos veces ajena, pues, como se puede resumir de las líneas anteriores, “Te prometo anarquía” es una historia de un par de skaters que se aman: Miguel (protagonista) y El Johnny (un desmadre fascinante).
Los dos viven prácticamente en la calle y sobreviven traficando sangre en el mercado negro. A diferencia de lo que podría esperarse de una cinta que se vende como “una historia de amor gay”, sus protagonistas obran conforme al código de conducta de cualquier pandilla secundariana del (ex) D.F., o sea, a base de insultos y madrazos. Para sobrevivir en manada, hay que reforzar la masculinidad de manera constante.
Esas ironías de la psique mexicana, entre otras cosas tan deprimentes como divertidas, se descubren a través de una técnica cada vez mejor lograda del manejo de no-actores, o “actores no profesionales”, por parte de Hernández. El cineasta mexicano-guatemalteco ya no juega a que su película no es película —como en “Las marimbas del infierno” (2010)—, dejó el disfraz del pseudo-documental para pulir una ficción que le permita al elenco “actuar” con naturalidad. Al fin y al cabo, los sueños plurales de Julio son un popurrí en donde el metalero, el cholo y el marimbero puedan ser hermanos y eso implica mostrar a sus sujetos libres en los momentos más bellos (deslizándose airosos en sus patinetas, dominando la calle como Sheila Vand en “A Girl Walks Home Alone At Night” [Ana Lily Amirpour, 2014]), más íntimos y más contradictorios (cuando el Johnny pierde los estribos, insulta a su enemigo con impotencia visceral: “Putito”).
Y el retrato parece fidedigno a todas luces. En la pantalla ha quedado capturado lo que en jerga periodística se conoce como “color”: la vestimenta, las tablas mugrosas, las tres formas de monearse con estilo, los regaños de la mamá y, sobre todo, el ritmo en el vocabulario, el diálogo que evidentemente no podría salir de un guion (en una de sus mejores escenas, el verso en freestyle de un adolescente desinhibido, una nueva encarnación de eso que era el verdadero espíritu punk y rocanrolero). A diferencia de la sombría “Paranoid Park” (Gus Van Sant, 2007), la vagancia del patineto en “Te prometo anarquía” está llena de vida.
Por otra parte, si la cubierta del filme está hecha de skate y de la falsa polémica del romance hombre-hombre, a lo que el director llega temáticamente, una vez más, es al parasitismo que Aarón Fernández representó en “Partes usadas” (2007). Jóvenes que sobreviven con base en el abuso del prójimo, un asunto que ha venido cocinando desde hace tiempo.
La promesa anárquica de Julio Hernández Cordón empezó hace ocho años con esas pedradas al candado de “Gasolina” (2008). Las similitudes entre su ópera prima y la película que ahora nos ocupa están de sobra; basta concluir que, en sus ojos, la juventud de Guatemala se parece mucho a la mexicana: unos roban gasolina, otros roban sangre. Unos matan por accidente, otros por frustración. Ambos son ejemplos tristísimos de auto-sabotaje.
Este vínculo entre ambas producciones es el eterno retorno de un autor que, más que repetirse, se transfigura, y que cuatro películas después por fin puede redimir (si acaso parcialmente) las faltas de Gerardo, Nano y Raymundo; lo que no significa que en “Te prometo anarquía” no siga castigando las conciencias de un egoísmo vampírico, pero al menos los skaters mexicanos se llevan un recuerdo amoroso a sus respectivos exilios; amor que no salva, pero que consuela el alma en pena de Miguel.
Entonces, además de la hipocresía a la que aludía el inicio de este texto quejumbroso, cabe la incómoda posibilidad de que la historia de Miguel y del Johnny también nos resulte atractiva por ser la purga de nuestro propio parasitismo enfermizo: para los que le roemos los huesos a nuestros padres, a nuestros amigos, a nuestros vecinos o a nuestras instituciones y todavía podemos andar por ahí desvergonzados. Interesante resultaría también para los que estén exentos de estas terribles condiciones, que le echen un ojo de lejitos a estos pobres diablos y los consuelen con amor interminable.
*Durante la función de prensa que inauguró el 36 Foro Internacional de la Cineteca Nacional el jueves 7 de julio de 2016. Acompañándolos se encontraba, igualmente, el director de la película.