Por Pedro Paunero

A principios del Siglo XX, con los adelantos en la ciencia y la tecnología, los temores de que cualquier invento, arma o proceso industrial cayera en manos equivocadas, o se sucediera bajo un régimen totalitario, penetraron y permearon en los cineastas. Desde la anécdota de la nave solitaria, que anuncia una próxima invasión aérea, hasta la pandemia, enmarcada en la fábula del ascendente fascismo, fueron varias las expresiones que, del conflicto bélico —siempre amenazando con suceder—, plasmaron en el celuloide.

Estas son algunas de esas manifestaciones cinematográficas de la guerra total, en el principio. 
 

The Airship Destroyer (Walter R. Booth, 1909)

El brevísimo cortometraje de R. Booth —uno de los padres de los efectos especiales, al lado de Georges Méliès, y, como Méliès, mago de profesión, trabajando en los estudios que Charles Urban construyera en su jardín—, representa una primitiva visión —con modelos, recortes en papel y maquetas— de una guerra futura con visos a cumplirse, cual profecía científica. Los títulos con los que también se le conoce, “The Aerial Torpedo”, o “The Battle of the Clouds”, esclarecen la naturaleza del filme.

Los temores a la guerra aérea —surgidos de los, por entonces, recientes avances en aviación por parte de los Hermanos Wright, y los aún más viejos en aeronáutica—, se exponen a través de una flota de aeronaves que bombardea la campiña inglesa y, posteriormente, la ciudad. Se ven varias escenas de destrucción, entre estas, las de una casa, un vehículo acorazado —de incomprensible aparición— que estalla, y la ciudad en llamas, antes que el héroe —cuya pedida de mano de su novia, se ha visto interrumpida— destruya la nave atacante mediante un misil de su invención, dulcemente encendido con un fósforo. Todo termina bien para el inventor que, incluso, ha rescatado el cuerpo de su suegro de entre los escombros, con lo que no tendría más obstáculos en su aventura amorosa.

El estreno de la película se realizó cinco años antes de que, la Primera Guerra Mundial, se convirtiera en una pesadilla aún más atroz. Booth seguiría explorando las imágenes de la guerra futura en otros dos cortos, con los que formó una trilogía, “The Aerial Submarine” (1910), y “The Aerial Anarchists” (1911), el segundo, con su trama de submarinistas piratas, secuestradores de una joven pareja que los ha descubierto —el artilugio está comandado por una mujer, y es capaz de volar—, y el último, considerado perdido, en el que volvía al bombardeo londinense. Lo que queda de esta tercera película muestra, por ejemplo, un incendio sobre la Catedral de San Pablo.

“The Airship Destroyer” se reestrenó en 1915, pero sus candorosos horrores ya estaban sobrepasados por la realidad.
 

High Treason (Maurice Elvey, 1929)

Muchas veces catalogada como “la Metrópolis británica”, esta película de ciencia ficción, dirigida por Maurice Elvey —basada en una obra de teatro de Noel Pemberton Billing—, imagina un futuro —a poco más de 20 años delante—, en el que el mundo se ha dividido en dos bloques: los Estados Unidos de Europa (conformados por Europa, India, Oriente Medio, Canadá, África y Australasia), y el Imperio de los Estados Atlánticos (conformados por Estados Unidos y América latina) que, a raíz de un incidente en la frontera —en el cual los guardias han iniciado una balacera, tratando de detener a contrabandistas de alcohol (la “ley seca” se extiende más allá de los años 20´s)—, el mundo se ve al borde de un conflicto armado, que intenta ser detenido, a toda costa, por La liga de la paz, comandada por el Dr. Seymour (Humberston Wright), aunque eso signifique el asesinato del general que se prepara a combatir, por parte del “pacifista”. Al mismo tiempo que Evelyn (Benita Hume), la hija de Seymour, trata desesperadamente de convencer a su novio Michael Deane (Jameson Thomas), comandante de la Fuera Aérea de Europa, de evitar un bombardeo, para lo cual se vale de toda una tropa de mujeres igualmente “pacifistas” —pero muy aguerridas—, ante los alegatos de “cumplir con su deber”, por parte de Michael.

Mientras todo esto sucede —en este futuro imaginario—, la existencia de un túnel que pasa debajo del Canal de la Mancha —atravesado por trenes que van de uno a otro lado—, sufre un atentado por parte de un grupo terrorista, para acelerar la guerra, y la consiguiente venta de armas, de cuyo negocio forman parte.

En la película las mujeres juegan roles importantes, y las pantallas de videófono son omnipresentes, así como las noticias al estilo cable telegráfico, que pasan en proyecciones en las paredes.

Se hicieron dos versiones de “High Treason”, una muda y una hablada, que pudo ser la primera película sonora del cine británico, a la cual —por poco—, se les había ya adelantado un director llamado Alfred Hitchcock, con su primera obra maestra: “Blackmail”, en la cual se hacía un uso ingenioso del sonido.

En realidad, “High Treason” se centra, durante todo el metraje, en el asunto de “detener la guerra”, y no va más allá. Los discursos de Evelyn se antojan una burda copia de los del robot María de Metrópolis, a la que, claramente, intenta emular. La tensión carece de desarrollo, y se torna aburrida. En las maquetas de la ciudad futurista, las naves aéreas, o los autos del mañana, se echa de menos el poder visual de la Metrópolis de Fritz Lang, volviéndolos falsos, por lo que el mote de “la Metrópolis británica” le queda grande, por mucho.
 

Le tunnel (Curtis Bernhardt, 1933)

Una primera adaptación al cine de la exitosa novela “Der Tunnel” (pub. 1913, y traducida a 25 idiomas), del autor alemán Bernhard Kellermann (1879—1951), fue llevada al cine por William Wauer en 1915, en una versión muda cuyo diseño de producción corrió a cargo de Hermann Warm, quien sería el responsable del diseño de la mítica “El gabinete del Dr. Caligari” de Robert Wiene, cinco años después. La leyenda dice que Hitler vio la película y jamás olvidó el poder que, el personaje principal, ejercía sobre las masas obreras. Curtis Bernhardt rodó la segunda adaptación en 1933, en dos versiones, la alemana, en la que el protagonista, Mac Allen, fuera interpretado por Paul Hartmann, y en la que aparecía, incluso, el actor Max Schreck, el célebre “Nosferatu” de la película de Murnau, en un papel secundario; y la versión francesa, en la que Allan Mac Allan, fuera interpretado por Jean Gabin.

La construcción de un túnel submarino bajo el Océano Atlántico, que uniera Europa con los Estados Unidos, partiendo de Francia y llegando a Long Island, en 20 horas, es el motivo central de la película. La idea no es nueva, y se adjudica a los tiempos y planes que tuviera Napoleón Bonaparte, en que se habrían presentado los proyectos de unir, no América con Europa, sino Francia con Inglaterra, a cargo de ingenieros como el francés Albert Mathieu, y el inglés Henri Mottray, en 1802 y 1803, respectivamente. No sería sino hasta 1994 que se hiciera realidad, al enlazar la población de Cheriton, a poco tiempo de Folkestone, en Kent, Inglaterra, con Coquelles, a poco tiempo de Calais, en Francia, a través del Eurotúnel, o Túnel de la Mancha, actual.

El argumento de la cinta —que no es bélica—, se focaliza en la tarea titánica de tales planes. No falta la emoción de las vicisitudes que el héroe atraviesa para concretar su magna obra, como el convencimiento de los inversionistas, accidentes, filtraciones que inundan las galerías (muertos incluidos), sabotaje por parte del líder sindical, sin olvidar sus elementos de ciencia ficción, como las pantallas gigantes de televisión (en la novela son noticieros cinematográficos), por las cuales se transmiten los eventos en el túnel, del que construyen, el primer año, 180 kilómetros, a 1200 metros de profundidad. Pero no cabe duda que tales ensoñaciones —por entonces pertenecientes al puro terreno de la especulación “escapista”, y de la fantasía científica— debieron despertar la imaginación del público que convirtió el libro en un Bestseller, como se vio antes, razón que explica el que se filmaran tantas adaptaciones al cine, en un breve período de tiempo. “High Treason”, la película de Maurice Elvey, ya exploraba la posibilidad de que el túnel —de indudable importancia estratégica—, fuera saboteado por terroristas, y sería el mismo Elvey el encargado de rodar una cuarta adaptación de la novela de Kellermann, “The Tunnel”, en 1935, con Curt Siodmak (hermano del gran realizador Robert Siodmak, y responsable de los guiones de clásicos como “I Walked with a Zombie” y de la novela “Donovan´s Brain”) como guionista.

En “Hombres blancos en peligro (II): «Batalla bajo la tierra»”, he tratado ya sobre cómo Montgomery Tully, en esta película (Battle Beneath the Earth) del año 1967, estiraba la paranoia de la Guerra Fría, alterándola, y dándole un revés, cuando fueran los chinos, y no los soviéticos, quienes se encargaran de horadar túneles desde las costas asiáticas, hasta los Estados Unidos, para concretar una prodigiosa —como increíble—, invasión. En “Fumadores de opio” (Confessions of an Opium Eater, 1962), de Albert Zugsmith, quizá la película menos vista de Vincent Price, y que representa una alucinada transcripción —con la que muy poco tiene que ver—, de la obra autobiográfica de Thomas de Quincey, cito lo siguiente:

“La película muestra un temor occidental atávico, enmarcado en ese supuesto “misterioso oriente” conspirador, a ese “peligro amarillo” concretado a través de una de sus manías paranoicas más recurrentes, la de que los chinos construyen un mundo subterráneo, y clandestino, ya sea para ocultar contrabando, opio y fumadores de opio, esclavas sexuales o, de plano, para socavar la civilización occidental mediante una invasión armada”.

La fantasía de un planeta hueco, o por lo menos atravesado por túneles —como un queso gruyere—, del que brotarán los habitantes de una civilización perdida para dominar este mundo, reaparece en el serial “Weird West” de la productora Mascot, “El imperio fantasma” (The Phantom Empire, 1935), con su vaquero cantante —que transmite un programa por la radio—, desde el “Radio Ranch”, a la vez que, de forma secreta, la malvada reina de Murania (reino ficticio inspirado en el también, imaginario, continente de Mu), se prepara para invadir la superficie usando, entre otras invenciones, robots con sombreros. Los túneles aparecerán mutados en cloacas a través de las cuales escapar y ocultarse, como en el noir “El tercer hombre” (The Third Man, 1949), de Carol Reed, o habitarse, como en las cintas de terror, “CHUD, infierno bajo la ciudad” (C.H.U.D., 1984), de Douglas Cheek, con sus mutantes, producto de los desechos tóxicos neoyorkinos, y “Alligator, terror bajo la ciudad” (Alligator, 1980), de Lewis Teague, con su lagarto gigante —que siendo pequeño había sido arrojado, irresponsablemente a través del inodoro—, brotando de debajo para aterrorizar a la población; en películas como “Hemoglobina: experimento humano” (Bleeders, 1997), de Peter Svatek, con todo un clan familiar que se alimenta de muertos, afectado por furiosas taras genéticas, y de clara inspiración lovecraftiana (varios de cuyos cuentos regresan a las profundidades de la tierra), pasando por la cinta japonesa “Marebito” (2004), de Takashi Shimizu, o el clásico español “La torre de los siete jorobados” (1944), de Edgar Neville, hasta cualquiera de los avatares que experimente la obra “Viaje al centro de la Tierra”, de Julio Verne.         
 

Lo que vendrá (aka La vida futura; Things to Come; William Cameron Menzies, 1936)

Ambiciosa y visionaria, “Lo que vendrá”, la película que dirigiera William Cameron Menzies bajo supervisión del gran H. G. Wells —el propio autor de la novela de la que se adaptó esta cinta—, presentaba un pueblo, de nombre genérico, “Everytown” (“Cualquier pueblo”), en el cual, durante las navidades del año 1940, y mientras todos se disponen a disfrutar las fiestas, se prefieren ignorar las notas de la prensa que advierten de la guerra que se cierne sobre todo Europa. Se trata de la primera súper producción inglesa del género de la ciencia ficción que, no sólo profetizó aterradoramente los bombardeos aéreos sobre Londres que se darían tres años después, por parte de la Luftwaffe alemana (Everytown se parece, sospechosamente, a Londres, y en sus calles, incluso, se habla de refugiarse en el Metro) sino que anuncia varias situaciones, inventos o caracteres futuros. El enemigo, impreciso, ataca con unos extraños tanques futuristas, mientras el bando inglés lo hace con tanques comunes. No hay vencedores y, en una Europa en la que la sombra del poderío alemán se extendía lentamente —se tenía conocimiento de la política de Hitler—, la película tanto aterrorizó como movió a reflexionar.

La guerra que se desata en 1940 dura décadas y se detiene, por fin, en 1966, cuando una enfermedad nueva —“la enfermedad errante”—, diezma a la población. Los enfermos (que caminan con la mirada perdida y las manos al frente, en otra extraña precognición del futuro personaje del zombi cinematográfico), deambulan por un Everytown en ruinas. Un solitario científico y su asistente continúan investigando en un laboratorio despedazado, pero pronto se acaban los medicamentos y los insumos. Para 1970, la mitad de la población humana ha muerto y la enfermedad se detiene por sí sola. Se erige un “jefe” que se adjudica todos los méritos (como el de haber interrumpido la enfermedad al ordenar disparar sobre cualquiera que diera indicios de la misma), un caudillo, ni más ni menos, que sostiene a la población en un estado permanente de guerra contra los montañeses, y mantiene una arruinada flota de aviones. Pronto aparece una pequeña nave aérea, pilotada por el viejo John Cabal (Raymond Massey), superviviente del ataque, décadas antes, a Everytown, que se reúne con el médico filántropo y un puñado de hombres, a quienes convence de enfrentarse al caudillo, ya que, sólo “la masonería de la ciencia”, es capaz de mantener el mundo y hacerlo avanzar, resuelto, hacia el mañana.

Cabal representa una hermandad de aviadores que va en pos del comercio y la comunicación mundial, que domina los aires del planeta, auto denominada “Alas sobre el mundo”, que persigue un Nuevo Orden, mismo que acabará con los caudillos y la guerra, al ser los dueños de vastas flotas de naves aéreas (alas volantes gigantescas), desde las que sueltan toneladas de bombas de gas soporífero sobre los belicosos habitantes de Everytown, poniéndolos a dormir. En el ataque el caudillo resulta ser el único muerto. Sigue después un delirio visual industrial, científico, maquinista; imágenes de máquinas derribando colinas para reconfigurarlas, mientras asistimos a la construcción del nuevo Everytown, como una megalópolis aséptica y subterránea, erigida sobre múltiples niveles, en el año 2036, un siglo después.

En este mundo de jardines simétricos, arbolados, aceras móviles y ascensores panorámicos que unen todos los niveles, las pantallas gigantes son ubicuas y, a través de estas, se mantiene un debate sobre la continuidad del progreso humano. Una nueva invención, los cañones espaciales, pretende ser el medio por el cual la humanidad alcance las estrellas, pero el proyecto tiene sus detractores. En este nuevo mundo Oswald cabal, bisnieto del aviador, es el principal defensor de la idea de enviar humanos a un viaje estelar.

La película es claramente pro científica; las últimas palabras que Oswald Cabal pronuncia, cuando han hecho disparar el cañón espacial y lanzado la cápsula al espacio, a bordo de la cual va su propia hija acompañada de su novio, “¡Todo el universo o la nada! ¿Cuál de los dos será? ¿Cuál de los dos será?”, moldearon la mentalidad popular. A esta, y a las posibilidades que describía alguna otra película, le deben los primeros astronautas el haber soñado —cuando niños—, con alcanzar las estrellas. Como en “Cuando los mundos chocan” (When Worlds Collide, 1951), de Rudolph Maté —en la cual la catástrofe no se da por causas antropogénicas, sino cósmicas—, el futuro, más allá de la Tierra, no pertenece a los belicosos adultos, sino a los jóvenes.

El castigo del dictador (aka. La peste blanca; Bílá nemoc, Hugo Hass, 1937)

La peste blanca se manifiesta como una mancha (“Mácula marmórea”, en latín), de dicho color, en la zona afectada del cuerpo, fría e insensible al principio, después la carne se pudre y se desprende. Se trata de una enfermedad parecida a la lepra, pero no es la lepra, pues es de aparición reciente en el mundo, y no hay cura ni vacuna. Los médicos la han nombrado como “Morbus Chengi”, debido a que el Dr. Cheng, fuera quien primero la describió en un hospital de Pei—Pin. Pronto se convierte en pandemia que mata, sobre todo, a adultos de entre 45 a 50 años y la única manera de “hacerle frente”, ante la ineficacia de cualquier otro método es más bien medieval, utilizando agentes químicos para eliminar la pestilencia. A la vez, como sucede en la novela “En los días del cometa” de H. G. Wells, ante la catástrofe inminente, el mundo se prepara para otra guerra (el dictador, el Mariscal (Zdenek Stepánek), califica a sus jóvenes soldados de “hermosos y valientes”, y el accidente en una planta química, debido al escape de un arma novedosa, el “gas C”, deja varias víctimas mortales, de quienes se da el pésame a sus familiares pero ante cuya tragedia los políticos consideran una “prueba exitosa” del gas), pues el dictador de turno, alega “espacio para su nación”, en una obvia alusión al “espacio vital” del Hitler emergente. A este, se opone el Dr.Galen (el mismo Hugo Hass, director de la película), originario de Pérgamo, Grecia (de ahí su nombre, en homenaje al primer médico de la historia), al parecer el único cuerdo en aquel país, y que afirma haber descubierto la cura. Acude al frío profesor Sigelius (Bedrich Karen), pero este duda de él, al principio; después, ante los adelantos científicos de Galen, será Sigelius quien, durante una visita del Mariscal, se lleve el mérito y termine condecorado. En un descuido, Galen acude a los periodistas, a quienes confiesa ser él, realmente, quien descubrió la cura, y a quienes encarga anunciar a los cuatro vientos que, a menos que los dirigentes del mundo, todos en la edad de contraer la enfermedad, cesen las guerras, él no les dará la medicina. Galen es expulsado del hospital, pues Sigelius considera más nociva su “plaga de pacifismo”, que a la peste. Durante una conversación entre el barón Krog (Václav Vydra), el dueño de fábricas de material bélico y Sigelius, este último propone enviar a todos los enfermos a campos de concentración (los ciudadanos están tan distraídos con la cortina de humo de la guerra, que ignoran los riesgos de la pandemia), pero el barón se descubre el pecho, ante los azorados ojos de Sigelius, que reconoce los indicios de la plaga, pero ha echado a Galen de las instalaciones, y este se dedica a vacunar solamente a los pobres. El siguiente en la lista es el mismísimo dictador, que enferma al darle la mano a Krog, porque “es un hombre fuerte y sin temor”.   

La plaga, así, se manifiesta en este escenario bajo una forma doble, la de la enfermedad, y la de la política, que conduce a la guerra total. El final, aunque predecible —el linchamiento de Galen por parte de los fanáticos, antes que pueda ayudar al dictador, cuando este ordena el cese de las hostilidades—, no deja de ser ingenuo, pero está cargado de emoción.   

La película está basada en la obra de teatro del autor checo Karel ?apek, el mismo que diera al mundo la palabra “Robot”, y uno de los escasos representantes de la literatura de ciencia ficción que escribieron desde la dramaturgia.


Léase también:

“Hombres blancos en peligro (II): «Batalla bajo la tierra»”, por Pedro Paunero.

“«Fumadores de opio»: La película menos vista de Vincent Price” por Pedro Paunero.

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.