Por Arturo Garmendia

Contar este cuento implica dar un rodeo muy largo, pero bien  vale la pena hacerlo.…


De princesas, músicos y poetas

Isaac Merrit Singer, inventor de la máquina de coser del mismo nombre, y dueño del emporio comercial originado por ella llevaba en el apellido la fama. Él y su esposa Isabela tenían voces maravillosas y ofrecían frecuentemente recitales operísticos. Por ello, cada uno de sus 24 hijos recibió una esmerada educación musical. La princesa de Polignac –de soltera Winnaretta Eugénie Singer-, nacida en Nueva York en 1865, era una de sus hijas predilectas y  en su momento se encontró dueña de una inmensa fortuna, heredada de su padre. Winnaretta se había casado en 1883, en segundas nupcias, con el príncipe Edmond de Polignac, treinta años mayor que ella.(Página web de la Singer Sewing Company). Este era una elegante figura de la sociedad francesa, original compositor de música experimental, brillante conversador y homosexual notorio. Winnaretta, por su parte, era una mujer de indomable voluntad; discretamente lesbiana; pintora impresionista a la manera de Manet, su ídolo; buena  pianista y ferviente apasionada a la música de vanguardia,  al grado de convertirse en uno de los mas famosos mecenas en  la capital francesa a principios del siglo XX

Winnaretta Singer era cuñada de Isadora Duncan, protectora de Serguei Diaghilev y amiga de Oscar Wilde, Colette y Paul Valéry. Protectora de Claude Debussy (que la bautizó como“Madame Machina à Coudre” – “Señora Máquina de Coser”), Satie, Fauré y Chabrier, la princesa había acondicionado en su palacio en París una pequeña sala de audiciones, para ofrecer en ella una serie de pequeñas representaciones musicales. A tal fin, comisionó sendas obras a Satie (“Sócrates”) y Stravinsky (“Renard”) composiciones estrenadas en 1917. La famosa pieza  de Maurice Ravel, “Pavana para una infanta difunta” está dedicada a ella, lo mismo que las “Cinco melodías de Venecia”, de Gabriel Fauré.

Winnaretta Singer.

Alternaba también con numerosos pintores y escritores, entre ellos Marcel Proust, Jean Cocteau y Pablo Picasso. El salón de la princesa de  Polignac reunía, sin duda, a los representantes más destacados de la avant garde musical, artística y literaria del París de principios del siglo XX. (Sánchez Vidal. Buñuel, Lorca, Dalí: El enigma sin fin.1988).

En el otoño de 1918, durante unas vacaciones es España, el renombrado pianista español Ricardo Viñes, que había interpretado por primera vez a Eric Satie en Europa, le hizo conocer al compositor gaditano Manuel de Falla, quien tuvo así oportunidad de presentarle su música. La princesa, fascinada, ofreció encargarle una obra. Los detalles del proyecto fueron afinándose por vía epistolar.

Entretanto, Manuel de Falla había conocido a Federico García Lorca, descubriendo que compartían muchas aficiones que los acercaron paulatinamente. En primer lugar, Federico era un conocedor musical, que ya en 1917 había publicado un artículo titulado “Las reglas en la música”,  en el que se identificaba con las tendencias de la música europea de vanguardia. Federico admiraba profundamente -como Falla- a Debussy y según varios testimonios interpretaba muy bien algunas obras suyas. Pero además, la influencia de la música popular andaluza en la formación de la sensibilidad de ambos había sido muy profunda. Allí donde Federico había escuchado y empezado a imitar, desde su más tierna infancia, los cantes de las criadas de su casa de Fuente Vaqueros, el niño Manuel de Falla había asimilado en Cádiz, de labios de “La Morilla” –sirvienta de la casa paterna- la rica herencia de la tradición popular andaluza. El compartido interés por la música popular  cuajaría en la colaboración del músico y el poeta en la organización del Concurso de Cante Jondo, celebrado en Granada en 1922.

Pero también ambos sentían una pasión común por el guiñol, habiendo poseído, de niños, su propio teatrillo de muñecos. Falla escribía pequeñas comedias para su teatro, además de pintar los decorados de éste. No es sorprendente, pues, que surgiesen proyectos de trabajar juntos en obras de tipo guiñolesco, ni que la mutua afición a tal teatro estimulara aspectos de la labor personal de ambos. (Romero, “Falla”, 1999).

Todos estos elementos confluyeron en la elección de un tema y una forma para el encargo de la Princesa. En diciembre de 1918, Falla le escribió para decirle que nada le parecía más indicado  que “realizar una adaptación musical y escénica de un episodio de “El Ingenioso Caballero Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes”: la escena de los títeres del retablo de Maese Pedro, contenida en el capítulo XXVI de la segunda parte del Quijote. El compositor dio las razones de su elección: la escena en que maese Pedro y sus muñecos entretienen a don Quijote y Sancho Panza subraya el contraste entre la realidad y la fantasía; ya que es tan convincente la actuación de los títeres que, al final de la obra, Don Quijote coge su espada y empieza a cortarles la cabeza a los muñecos, a los que toma por moros infieles.

Se aboca de inmediato a preparar él mismo el libreto, pero el cúmulo de acontecimientos que se producen en su vida (triunfal estreno de “El sombrero de tres picos” en Londres; fallecimiento de sus padres; abandono de Madrid para instalarse en Granada) y su natural tendencia al retraso en las entregas de los trabajos demoran el proceso de gestación de la nueva obra.

Cinco años después –el 20 de febrero de 1923-, cuando el Retablo está ya concluido y la fecha del estreno comprometida para el 25 de junio de ese mismo año, aún escribirá Falla a la Princesa excusándose por el retraso: “La causa ha sido el desarrollo inesperado para mí mismo –hablo desde el punto de vista del trabajo- de una obra comenzada con la intención de hacer un simple divertimento y que, tal como es ahora, representa la obra en la que he puesto más ilusión”. (Romero, Op. cit., 1999)


Intermedio: Estudiantes melómanos, poetas y guiñoleros

En el momento en que Falla recibe el encargo de la Princesa de Polignac, Luis Buñuel tiene que hacer una difícil elección: Escoger a que va a dedicarse en la vida: “Cuando, antes de salir de Zaragoza, mi padre me preguntó qué quería ser,  yo, que no deseaba mas que marcharme de España, le contesté que mi gran ilusión sería hacerme compositor e irme a París a estudiar en la Schola cantorum. ‘¡No!’ rotundo de mi padre: Lo que me convenía era  una profesión seria, ya que todo el mundo sabe que los compositores se mueren de hambre. Hazte ingeniero agrónomo, me aconsejó”. (Aranda. “Luis Buñuel. Biografía crítica”. Editorial Lumen, España, 1969).

Buñuel  aceptó tomar esa carrera, pero no estaba seguro de  que esa fuera una  decisión acertada. De otra parte,  la mención a la composición musical no era del todo descabellada. Después de todo, desde la pubertad había dado muestras suficientes de afición por la música. “A los once años –recuerda Buñuel- mi padre quiso hacerme aprender a tocar el piano, y yo me negué. Escogí en cambio el violín. ‘Pues es mejor -me dijo- pues así puedes llevarlo contigo’. Y, en efecto, me lo llevé conmigo a la Residencia”. (Buñuel. “Mi último suspiro”.1982).

Además, existe testimonio de que posteriormente aprendió a tocar la ocarina, el saxofón (este último cuando tenía 15 años y se aficionó al jazz) y desde luego los tambores de Calanda. Su hermana  Conchita  atestigua que, dos años después  de que  empezara  a tomar  lecciones de violín, organizó con otros estudiantes un grupo musical: “Pasábamos por  aquel  tiempo  los  veranos en nuestra casa en Calanda. Allí consiguió formar una orquesta y en las grandes solemnidades religiosas, desde el coro de la iglesia, lanzaba sobre la gente, admirada, las notas de la misa de Perosi y del Ave María de Schubert”. Simultáneamente  empezó a desarrollar un gusto por las artes escénicas, tras recibir como regalo un pequeño teatrino de cartón de aproximadamente un metro cuadrado, dotado de telones de fondo, decorados y muñecos de cartón que representaban distintos personajes y  que se movían empujados por un alambre. (Concepción Buñuel. Positif. 1961).

Más adelante se aficionó a la ópera italiana y, de acuerdo con Max Aub silbaba y tarareaba las arias y coros de las más famosas, todo el día. Pero posteriormente Buñuel prefería, entre todos los músicos clásicos, a Richard Wagner. Relata que cuando empezaron a grabarse en discos de acetato las óperas, adquirió “Los maestros cantores”, “Las Walkirias” y “Parsifal”, completas. Las memorizó a tal grado que asistía a conciertos con la partitura bajo el brazo, e iba siguiendo la interpretación nota por nota. (Aub. “Conversaciones con Buñuel”, 1984).

Ya inscrito en la Residencia para estudiar la carrera de ingeniero agrónomo, encontró un campo propicio para desarrollar esas aficiones, asi como una influencia que sería definitiva en su formación. Buñuel relata así su encuentro, en 1921 con Federico García Lorca, quien “…no llegó a la Residencia hasta dos años después que yo… Brillante, simpático, con evidente propensión a la elegancia, la corbata impecable, la mirada oscura y brillante, Federico tenía un atractivo, un magnetismo al que nadie podía resistirse. Era dos años mayor que yo e hijo de un rico propietario rural… Nuestra amistad, que fue profunda, data de nuestro primer encuentro. A pesar de que el contraste no podía ser mayor, entre el aragonés tosco y el andaluz refinado –o quizás a causa de ese mismo contraste-, casi siempre andábamos juntos. Por la noche nos íbamos a un descampado que había atrás de la Residencia…nos sentábamos en la hierba y él me leía sus poemas. Leía divinamente. Con su trato, fui transformándome poco a poco ante un mundo nuevo que él iba revelándome día tras día…Juntos, los dos solos o en compañía de otros, pasamos horas inolvidables. Lorca me hizo descubrir la poesía, en especial la poesía española, que conocía admirablemente. . .” (Buñuel, op. cit., 1982).

Lorca y Buñuel “vuelan” sobre la verbena de  San Antonio, en Madrid  (1924)

Por ejemplo, había ahí un piano vertical antiguo, que les permitía celebrar sesiones de ópera bufa. En ellas participaban, entre otros, Buñuel y Lorca. Buñuel improvisaba los libretos, que al decir de Gibson tenían cierto parecido con el de “Rigoletto”, y García Lorca ser hacía cargo del acompañamiento musical. (“Gibson”) Pero además en la Residencia se daban muy interesantes recitales, ya que la música no era considerada un mero pasatiempo, sino la columna vertebral de una verdadera  formación  cultural. Para  sus recitales  la  institución  contó con  la asistencia  de Wanda Landowska, Maurice  Ravel, Poulenc, Turina, Ricardo Viñes, Manuel de Falla y otros, entre ellos los compositores españoles Rodolfo Halffter y Gustavo Pittaluga que mas tarde colaborarían con Luis Buñuel produciendo algunas de las mejores bandas sonoras de sus películas.

Esta situación permitió a Buñuel una cercanía con la música y los músicos de vanguardia, que dio origen a anécdotas como la siguiente: “Varios años después, en París, en una reunión donde estaban presentes ‘los seis’, comentaba con Georges Auric mi afición por Wagner, y él no podía creer lo que oía. Todos odiaban a Wagner. Llamó a los demás, a Poulenc y a los otros. ‘¡Vengan! ¡Vengan!’. Los reunió a mí alrededor. ‘¿A qué no saben que músico les gusta a Buñuel? ¡Wagner!’. Claro que también me gustaba Debussy. Hoy me gusta mucho menos”. (Aub, op cit, 1984).

Además de la música, estaban las marionetas. Buñuel empezó a interesarse por el teatro –sobre todo en el guiñol- también gracias a su amigo García Lorca, quien pronto sería autor de espléndidas farsas guiñolescas. Ambos encontraron a un hombrecito llamado Malleu que hacía unas pequeñas representaciones para los chiquillos en el Parque del Retiro, pasando después la bandeja para recoger las monedas que quisieran obsequiarle. Federico y Luis se ofrecieron a ayudarle, y pronto ofrecieron ahí espectáculos de más categoría, escribiendo las piezas y representándolas. Terminaron por llevar sus productos a la Residencia y organizar ahí algunas representaciones de este delicioso teatro, que Federico ya había practicado en abundancia, en colaboración con Manuel de Falla, durante su adolescencia en Granada.  (Aranda, op. cit. 1969).

Prueba del interés de Buñuel por el tema es el texto de una conferencia, intitulada “El Guiñol”, que impartió en la Residencia hacia 1922, como introducción a una función de marionetas a cargo de Manlleu, el titiritero que Federico y él habían descubierto. El documento, que da muestras de erudición y dominio del tema, se remonta a los orígenes de estas representaciones con estas palabras:

“Es viejísimo el Guignol –dice Buñuel. Sería imposible precisar cuándo nació: ha sido siempre tan joven, tan nuevo, que no se le puede creer milenario y, sin embargo, sus antecesores se conocen en la más apartada antigüedad. En China, acaso antes que en ninguna parte, existieron muñecos articulados; también los usaron los egipcios. Los griegos les llamaban neurospertas, y hasta qué punto pudieron parecerse a los muñecos del guiñol de hilos más modernos puede conjeturarse porque a ellos aluden ya Aristóteles y Platón, el cual pone en boca del ateniense dialogante con Cristias una comparación entre el hombre y el muñeco, aquél movido por sus pasiones, como éste por sus hilos.
  
Tras de dar cuenta de las vicisitudes de estas representaciones, Buñuel resume así sus virtudes: “Un caudal amplio de pasiones puede encarnar en estos muñecos, aptos para adoptar cualquier actitud instantáneamente; por virtud de su dinamismo. George Sand decía: “Aquellas figuras bosquejadas a la ligera y pintadas de un tono mate,  toman poco a poco, con el movimiento, apariencia de vida… Uno llega a olvidarse que es una muñeca. Se creen ver todas las emociones dibujarse en su rostro. Y este prodigio consiste en que no es una muñeca vagamente autómata desprovista de pensamiento, sino un instrumento blando y dócil de una inspiración humana que se expresa directamente a la vista de los espectadores, por el juego hábil y variadamente intencionado o reflexivo de los dedos”.

Así pues, para poder dominar el oficio de titiritero, es necesario adquirir y perfeccionar una técnica, que “Está en la voz, en la manera de mover los muñecos y el decorado.
    
El falsete de voz puede producirse con pito, también llamado ‘práctica’, o sin él,  pero es mas frecuente su empleo. Este pito no es otra cosa que la cerbatana del siglo XVI. Por este procedimiento puede conseguirse una amplísima modulación y cada muñeco puede hablar con la voz que mejor le caracterice. Es bastante difícil el empleo de la ‘práctica’: se necesita larga costumbre”.

Surgido del pueblo, el guiñol ha tentado en ocasiones a los literatos, que lo han practicado como una forma de representación subalterna a la que es  necesario  “poetizar”. Sin embargo, para Buñuel, “Lo grotesco y lo ingenuo, producto del pueblo, ha sustituido ventajosamente a la afectación y matices filosóficos de los que trataban el guiñol en literatura. Preferimos –declara- el guiñol espontáneo de un ex domador de leones o un zapatero al preocupado de un poeta o literato”, aludiendo aquí a su descubrimiento, Manlleu, quien de joven había trabajado en un circo. A continuación, refuerza esta idea poniendo como ejemplo la experiencia francesa: “Primitivamente deliciosas, estas comedietas de títeres evolucionaron después hacia un escenario romántico, de ojeras, languideces, rosas desmayadas y suspiros azul celeste. Únicamente la gracia rítmica de un Verlaine o el encanto versallesco de un Watteau han podido triunfar de la degeneración sensiblera empalagosa de Pierrot y Colombina”.

A continuación, Buñuel incursiona en las manifestaciones guiñolescas de diversos países europeos, resaltando la veta popular que le interesa en el género:

“Francia tiene a Guignol: audaz, estrepitoso, viperino, atrevido; que infringe en ocasiones las buenas costumbres, se burla del juez, pega al gendarme, apalea o zurra al comisario, arruina al propietario, pero que en el fondo es generoso y un buen muchacho. Tiene la mascarilla de Fígaro, pero también de Cyrano. Es de nuestra raza descuidada, pero despabilada por tradición y que se hace perdonar todo con una frase ingeniosa. Es un enfant terrible pero se le ama y no se tiene valor para reñirle.

“En Alemania, Guignol se llamaba  Juan Salchicha, Hanswurt. Es muy desvergonzado e insulta a la Divinidad, a la que no trata muy bien en una pieza titulada “La caída de Adán”, que se representó en Koenisberg en el siglo XVIII”. (López Villegas. “Escritos de Luis Buñuel”. 2000).

[ Y  aquí, en medio del texto, brilla el origen de la pastorela que el director insertó en la película mexicana “La ilusión viaja en tranvía” (1954): Como se recordará la cinta narra el periplo nocturno de unos tranviarios que roban un vehículo a punto de ser retirado del servicio, y viven una serie de episodios en los que la realidad adopta formas extrañas, diríase oníricas sin que nadie, más que el espectador parezca advertirlo.

Uno de esos episodios es la representación, en una vecindad, de una pastolera navideña. Ahora bien, en la tradición mexicana, el tema de la representación suele ser el advenimiento del Niño  Dios  y  la  visita de   los  Reyes Magos,  y los  infructuosos  intentos de Satanás por impedir ambos acontecimientos. En vista de la formación cultural de Buñuel, ahora resulta claro que en vez de acudir al texto usual, haya rescatado de su memoria  esta pieza popular del teatro de guiñol del siglo XVIII.]

Continuará…

LEER: El Quijote de Luis Buñuel (Segunda parte)