Por Pedro Paunero
“El amor, el trabajo y el saber son las fuentes de nuestra vida.
También deberían gobernarla”
Wilhelm Reich.
“Para mí, aquel que ama o el que es más dependiente de una relación o de un amor es el derrotado. Esto va ligado a que el que menos ama tiene más poder, claro está. Para aceptar un sentimiento o un amor, se precisa una grandeza que la mayoría de la gente no tiene. Es por esta razón que en la mayoría de los casos estas situaciones resultan muy desagradables. Yo no sé de ninguna relación entre quienquiera que sea de la que pueda decir que se llevan bien.”
Rainer Werner Fassbinder.
Sobre la película “Te querré siempre” (aka. Viaje a Italia; Viaggio in Italia, 1954), de Roberto Rossellini, fue Jacques Rivette quien escribió “Abre una grieta en la historia del cine respecto al dolor por la muerte, que debía quedar atrás”. Godard añadió: “Rossellini demostró que para hacer un film, sólo se necesitan dos personas en un coche y una cámara”. Se refería a la libertad de rodar con medios casi documentales, más bien experimentales, que descubrían la ocasión y la aprovechaban. La “Nouvelle Vague”, el movimiento al que estos dos directores pertenecían, asimiló la técnica y la narrativa de “Te querré siempre”, película sobre el amor que, siempre, tiene fecha de caducidad y debe (¿debería, de verdad?) renovarse en el devenir cotidiano y anodino de las cosas.
Ya me he referido antes a esta obra singular del cine que, también, marcó drásticamente mi vida como espectador: “Una pareja inglesa madura, Alexander “Alex” Joyce (Georges Sanders) y Katherine (Ingrid Bergman), viaja a Italia para intentar vender una villa heredada por ella. Los silencios, los gestos, los actos diarios, los diálogos, sus lánguidos paseos entre las ruinas romanas y sus paisajes, Nápoles, Capri y Pompeya, dan cuenta que un matrimonio llega a su fin. El dolor es evidente, traspasa cada escena, nos abruma, y nos identifica con el agitado mundo interno de los protagonistas, que no quieren incidir sobre su final como esposos. Ella desea perderse en la contemplación de la cultura antigua, visitar museos, caminar entre las ruinas; él prefiere pasar el tiempo con amigos y prostitutas. Los vestigios de la civilización romana funcionan como símbolos de ese matrimonio que termina. Cuando los arqueólogos exponen a un par de víctimas del Vesubio, que se supone perecieron abrazadas, y se habla de que fueron amantes, Katherine sufre una crisis. Cuando son sorprendidos por una procesión religiosa, Alex critica el fervor del pueblo italiano como de algo infantil. Siendo Rossellini italiano sorprende su desapego universal, que también sitúa el carisma británico de su personaje, que se ve contrastado por las palabras de Katherine: “Los niños son felices”, que alude tanto a la lejanía de una época mejor, entendemos que idealizada, en oposición al final de su propio matrimonio. Las actitudes de esa pareja pertenecen, todas, a la modernidad. Su viaje, que no es sólo a otro país, sino interior (una geografía de la psique), anuncia el cine posterior y a la Nouvelle Vague francesa. El final es estremecedor, conmovedor y describe perfectamente el amor, al final de las vidas humanas, como su permanencia.”
El final al que me refería, aquel en el que, siguiendo la citada procesión (rayana en el fanatismo al que se refiere Alex, por la muchedumbre inmersa en la histeria por un supuesto milagro), la pareja es separada, los convence de que no podrán estar lejos el uno de la otra. Katherine grita, desesperada, al ser medio llevada, medio arrastrada, por la multitud. Alex corre hacia ella, igual medio llevado hasta que, por fin, caen en los brazos del otro. Martin Scorsese, en el documental que prueba su gran amor (y su herencia), hacia el cine de sus abuelos, “Mi viaje a Italia” (Il Mio Viaggio in Italia, 1999) expresa: “Suponen que se trata del fin de su matrimonio, pero es únicamente el fin de su viaje, y se encuentran, entonces, el uno al otro”.
Robert Graves escribió sobre el consuelo que trae a nuestras vidas modernas la visita a un museo y Katherine descubre la carga abrumadora del pasado. Alex intenta acostarse con prostitutas. Pero no lo logra. Son esas “quasi” infidelidades las que, al filo del milenio, impregnarán la odisea nocturna del Bill Harford (Tom Cruise) y su esposa Alice (Nicole Kidman) de “Ojos bien cerrados” (Eyes Wide Shut, 1999) de Stanley Kubrick, surgidas directamente de los celos y su monstruosa imaginación desatada. La tortura por la memoria no se crea ni se destruye. Sólo se transforma. No hay diferencia entre aquél matrimonio situado en la medianía del Siglo XX y este otro, al borde del siguiente.
“Te querré siempre” representó, para los directores y teóricos de “Cahiers du Cinema” la primera película moderna (ellos recogieron su herencia, creando un nuevo tipo de cine, a partir del abandono del “Neorrealismo”, del que el mismo Rossellini fuera padre, en pos de un cine de lo interior, de lo mental, y que tiene una imagen especular en el exterior), como, en el caso de la pintura, el cuadro “Perro semihundido” de Francisco de Goya, en el que se despoja de todo elemento superfluo para mostrar, solamente, el “quid” en sí: un perro atisbando algo que puede estar o no estar. Así, Rossellini, no se prodiga en explicaciones sobre lo que les sucede a sus personajes y, como en el cuadro de Goya vemos el simbolismo, mediante elementos externos, con los que sobrentendemos los procesos mentales por los que pasan los protagonistas. “La teoría del iceberg” de Ernest Heminghway, ni más ni menos, que se revela vecina cercana de “la metáfora del iceberg” de Freud.
Esta manera de externar la psique de los personajes tendrá una poderosa continuación en los que experimentan “La aventura” (L’Avventura, 1960) de Michelangelo Antonioni, entre cuyos despliegues de paisajes, que tanto agobian como aíslan a sus propios protagonistas, destaca uno en el que Claudia (interpretada por Monica Vitti), abre una ventana rústica, de madera, en un muro de piedras desnudas, y se la muestra de espaldas a la cámara, el pelo claro enmarañado, con una frazada sobre los hombros, en un plano medio corto, mientras se asoma al mar, más allá, y sobre el cual se oculta el sol. Este encuadre no sólo es hermosamente pictórico sino psicológico, y funciona a un nivel moral en la mente del espectador que, aprehendiendo la sensación de vacío de Claudia, se deja conducir por el juego de elipsis subjetivas.
Tras la desaparición de una amiga, Anna (Lea Massari) y la, en un principio, frenética búsqueda que de ella hacen Claudia y Sandro (Gabriele Ferzetti), novio de Anna, “La aventura” se vuelve en un enigma dulce-amargo del cine cuando, al recalar ellos y algunos compañeros más en una isla, y Anna se esfuma sin explicación, Claudia y Sandro inician un tenso, inoportuno y culpable romance. La historia se centrará ahora en esta relación amorosa, que resulta tan alarmante, y obscena, porque no volvemos a saber más de Anna mientras ellos continúan juntos hasta el fin, con el pretexto de buscarla. Tampoco es este el motivo del filme. Antonioni juega magistralmente con la ausencia (como hiciera Hitchcock, con motivos distintos, en “Psicosis”, película del mismo año, cuando, antes de la media hora de comenzada, hace asesinar a su protagonista) y realmente se acerca a ese MacGuffin hitchcockiano para contarnos lo que verdaderamente le interesa: una aventura amorosa en un cosmos alienante.
“La aventura” fue abucheada en su premier en el Festival de Cannes de 1960. La reacción de la crítica no se hizo esperar. Se firmó una declaración en la que se afirmaba que esta era la película más importante exhibida, hasta entonces, en el festival. Su escena final, después que Claudia sorprende a Sandro besuqueándose con una prostituta y huye de él, reúne a estos dos personajes debajo y a un lado del muro de una alta construcción, en una banca que da hacia un paisaje montañoso: ella le acaricia cabello a él. La soledad pesa en nuestra mirada. Y nos sentimos como esos personajes: al borde de un precipicio emocional. Dicha escena palidece con el perturbador final de “El eclipse” (L´eclisse, 1962; la tercera parte de una trilogía sobre la vida moderna y cómo ha afectado a las relaciones humanas, de la cual “La aventura” constituye la primera parte y “La noche” la segunda), en el que, después de iniciar sus amoríos Vittoria (Monica Vitti) y el corredor de bolsa Piero (Alain Delon), faltan a su cita final que resulta tan simbólica como sintomática. Antes de esta anti apoteosis, su amor se da en los insulsos terrenos de lo cotidiano, los rodean edificaciones post modernas, algunas a medio hacer, el frío, el cemento, y un árbol bajo el que se citan. Esta realidad que aliena y separa no ofrece esperanza para el amor. En una escena desarrollada en la Casa de bolsa, en plena agitación, se guarda un minuto de silencio por el fallecimiento de un compañero corredor. Piero explica a Vittoria que no se puede hacer más. El tiempo, mientras más pasa, no es sino dinero perdido. “Time Is Money”, dijo Benjamín Franklin. Y el tiempo es la clave en esta película turbadora. Vittoria y Piero se citan una última vez. La cámara nos presenta el mismo paisaje urbano, esos fragmentos de edificios que la pareja mirara, las líneas en cebra de la calle, los árboles, los muros, un cubo con agua, sombras, varillas, la raya de un jet en el cielo, un aspersor mojando el césped y un desfile interminable de otras cosas que, cada una y en conjunto, conforman las calles, los horizontes humanos. Incluso un carricoche tirado por un caballo cuyos cascos han sonado tan inquietantes. El tiempo pasa. Tiene peso. Siete minutos de Nada. Un montaje extraordinario de cruda, fría urbanidad. Pero la pareja no se presenta. Ninguno de ellos acude a la cita. Antonioni captura el paso del tiempo y el resultado es devastador. Película de arte y ensayo. Poema cinematográfico que refleja cómo el amor, en este mundo líquido (frase de Zygmunt Bauman), se ha desintegrado en el cemento. En el regolito sepultado por el concreto mojado.
Si toda la puesta en escena de “La aventura” se vertebra por un gran peso moral, “La dolce vita” de Federico Fellini retoma el simbolismo ético y estético de “Te querré siempre” en una forma clara, inmediata, más carnal y precisa. Este mundo de la aristocracia aburrida, entregada al placer, no sólo sexual sino onírico, es fácilmente digerible por parte del espectador. Los personajes adinerados de “La aventura” pierden a una amiga (¿ha sido devorada por el tiburón que, se dice, han visto nadando cerca?) y su falta de empatía, su desinterés, demuestra cuán vacíos están por dentro. Los de “La dolce vita” intentan, y logran, perderse en el vacío exterior, esa “dulce vida” del título, que sólo pueden encontrar a través de la orgía, de la anulación del “Yo” en la masa que dijera Georges Bataille.
“La vida fácil” (aka. La escapada; Il Sorpasso, 1962) de Dino Risi, vuelve a pintar la vida de exceso y la continua huida de las clases altas. Bruno Cortona (Vittorio Gassman) maneja a toda velocidad su descapotable Lancia Aurelia, escuchando jazz de Riz Ortolani, cuando lo acucia la necesidad de hablar por teléfono. Es el 15 de agosto en Roma, fecha en que se celebra la fiesta de Ferragosto que se remonta a las celebraciones por el emperador Augusto y coincide con la, posterior, celebración de la Asunción de María. Los ciudadanos de la capital italiana abandonan la ciudad y escapan, huyen, a los destinos de playa. “En una Roma desierta de un Ferragosto cualquiera…”, nos indica una voz en Off. Bruno estaciona el coche. En lo alto, sobre una ventana, aparece Roberto Mariani (Jean-Louis Trintignant), un estudiante de derecho. Son varios los elementos que podrían escapársenos de estos dos personajes, que ya ponen en contexto su narración cinematográfica: un hombre joven, rico, extrovertido, en su convertible; un estudiante en un apartamento, mirando hacia fuera, encerrado. Dos tipos de existencia se encuentran. Es inevitable un choque. Roberto invita a subir a Bruno a usar su teléfono, luego Bruno, en agradecimiento, lo invita a escaparse con él. Parece establecerse una amistad entre ambos (querríamos ver una “Buddy Movie”, o película de amistad masculina, avant la lettre, pero esto es equívoco), una rara complicidad que, sabemos de antemano, es imposible, cuando Bruno lleva a Roberto a su mundo de frivolidades por la Via Aurelia: fiestas, yates, música, bailes. El “Carpe Díem” del filósofo Horacio, tan presente hoy como hace dos milenios. Un universo que se mantiene flotando, como pasara con los japoneses hedonistas, ciegos a las miserias, y precipitados en el “Mundo flotante” (el “Ukiyo”), del período de Edo. Y amoríos clandestinos o, mejor dicho, ocultos. Juntos visitan un fragmento del pasado de Roberto, que adivinamos un rompecabezas. La casa de su tía Livia (Linda Sini), de quien estuviera enamorado en su infancia. Se percata que la casa, como su habitante, está avejentada, venida a menos. Un receptáculo de fantasmas. Posteriormente Bruno hace conocer a Roberto a su ex esposa Gianna (Luciana Angiolillo), con quien tiene una hija adolescente Lilly (Catherine Spaak), que tiene amoríos con un hombre mayor que ella. Otro rompecabezas. Y del que faltan piezas. Hasta ahora hemos sido testigos, en la tradición de “Te querré siempre”, de estas “corrientes humanas”, de estos devenires de la otredad. Roberto es un marginal en un estilo de vida que no le pertenece, al que se entrega por Bruno. Es feliz. O eso parece. El final, también precipitado y que no puede terminar sino así, se recubre de moralina: en un accidente, en el que el coche de Bruno se sale de la carretera, muere Roberto. Interrogan a Bruno, que no es capaz de recordar siquiera (o no quiere) el apellido de Roberto. De este rompecabezas, una nota a pie de página de la “vida real”, ahora se han perdido las claves. Con “La vida fácil” la “Dolce Vita” ha sido doblemente condenada, ahora por “Il dolce far niente”, su ímpetu desbocado hacia el ocio despreocupado.
Si la Katherine de Rossellini expresaba que “los niños son felices” (ella y Alex no tienen hijos, y esto lo sabemos por la atención que pone en las carriolas de bebés que pasean por los parques las nanas), el Roberto de “La vida fácil” confiesa: “¿Sabes por qué decimos que la infancia es el recuerdo más bello? Sencillamente porque ya la hemos olvidado”. Ningún tiempo fue mejor.
Esa misma apremiante necesidad de huida que envuelve al maduro matrimonio de “Te querré siempre”, impulsa a los personajes del más célebre libro de Paul Bowles. Bernardo Bertolucci leyó aquella novela, “El cielo protector” (publicada en 1949), y le preguntó si narraba algunos episodios autobiográficos. El buen Bowles confesó que no. Pero el libro se abre con la siguiente frase de Eduardo Mallea: “Lo que tiene nuestro destino de nuestro y de distinto es lo que tiene de parecido con nuestro propio recuerdo”, que ofrece una clave para comprender la obra en su totalidad. Su autor explicó que ese viaje al desierto que emprenden el matrimonio formado por Kit y Port, que van acompañados por un amigo, Turner, que irremediablemente se siente atraído por Kit, se resuelve en dos planos, el desierto exterior (una “Road Movie” transcurrida por el norte de África, como la película de Rossellini lo era en Roma) y el interior de los personajes. La Segunda Guerra Mundial todavía lo ensombrece todo, aunque no se le mencione jamás. En la película Kit (Debra Winger) y Port (John Malkovich) van perdiéndose mutuamente, hasta que, enfermo de tifoidea, Port muera, es decir, se pierda definitivamente, y Kit se transforme en la esclava sexual de un beduino. El sexo al que ella se entrega tiene un rostro de olvido. El “drama del segundo matrimonio” de Rossellini ni siquiera es alcanzado por los de “El cielo protector”, que se desintegran, como tal, mucho antes. Como es hoy y será mañana.
La película que dio origen a la modernidad en el cine, con su carga de profundidad, que se las ve cara a cara con la realidad del-amor-que-no-es-un-cuento-de-hadas, con todo y su influencia, no originó un mejor cine más allá de los movimientos que, directamente, produjo. La década de los sesenta atestiguó el advenimiento de la democratización del eros en la pantalla, al mismo tiempo que de su trivialización. La supuesta (y malhadada) Revolución sexual, de la que, el también perseguido y desafortunado psiquiatra freudiano Wilhelm Reich, teorizara en su magna obra, publicada en 1945, daría como resultado una andanada de cintas suecas cuyas protagonistas, adolescentes perdidas en la marea sexual, caían en la prostitución y las drogas, por ejemplo, “Anita: Swedish Nymphet” (Torgny Wickman, 1972) y “Desenlace mortal” (Thriller, a Cruel Picture, Bo Arne Vibenius, 1973) dos películas protagonizadas por la bellísima Christina Lindberg (la segunda con escenas reales de penetraciones, añadidas posteriormente), y “Soy curiosa (amarilo)” del año 1967 y su continuación, “Soy curiosa (azul)”, del año siguiente, dirigidas por Vilgot Sjöman y protagonizadas por Lena Nyman, que tanto entraban como salían del más descarado “Sexploitation”, hasta culminar en la “Edad dorada del porno” (el llamado “Porno chic”), de la década de los setenta, con sus arquetípicas cintas, “Garganta profunda” (Deep Throat, Gerard Damiano, 1972), con Linda Lovelace, su legendaria protagonista, “Detrás de la puerta verde” (Behind the Green Door, Artie y Jim Mitchell, 1972), con Marilyn Chambers y “El diablo y la señorita Jones” (The Devil and Miss Jones, Gerard Damiano, 1973), con Georgina Spelvin y, acaso la que mayores pretensiones intelectuales contiene, cuyas historias atraían, así mismo, una infinidad de seguidores de los estratos más cultos, abocados a examinarlas desde diversas ópticas, y que expondrían el amor y sus manifestaciones, sus desintegraciones, sus modificaciones y retorcimientos ya hacia las luces crepusculares del siglo. Películas que el cineasta griego Ado Kyrou desdeñaría por intelectualoides, carentes de un humor pícaro y anti pretencioso. Las películas pioneras, que plasmaban los entretelones del mundo del “burlesque”, según nos lo recuerda el citado Ado Kyrou en un ensayo titulado “Por una historia (en movimiento) de sexo, de “nudies” y de amor”, “Midnight Frolics” (Lillian Hunt, 1949) y “Hollywood Burlesque” (Duke Goldstone, 1949), con su candor inherente, darían paso a las tontorronas películas “Nudie Cuties”, que sólo mostraban traseros y tetas y que, a la vez, cedieron el paso al erotismo furioso del “Último tango en París” (Last Tango in Paris, Bernardo Bertolucci, 1972), años en los que, en México, ascendían las popularísimas “Sexy comedias” y, en el país de Rossellini, la “Commedia all’italiana” (que presumiblemente pariría a las Sexy comedias mexicanas en el más sórdido “Cine de ficheras”), se desnuda, se hace gráfico, más violento (las películas “Roughie” o de azotes dan paso a la saga “Olga´s Girls” del productor George Weiss y el director Joseph P. Mawra y hace su entrada triunfal un, hasta hacía poco, fotógrafo y director de “filmes efímeros”, es decir, propaganda de gobierno, llamado Russ Meyer), hasta la auto reflexión (y, para el espectador inteligente, el regreso del erotismo inteligente, si es posible denominar a tal manifestación de lo irracional e instintivo), sobre el cine porno de las “Boogie Nights” (Paul Thomas Anderson, 1997), que recordaba la caída de este tipo de cine, antes de la accesible y desechable Era del video.
Ver otra vez -una y otra vez-, “Te querré siempre”, actualmente, en los años del amor en los tiempos del internet, del exhibicionismo en las redes “sociales”, en la era de la corrección política, en los de la histeria, nos recuerda que la mayoría de los seres humanos se mueven entre “el amor (que) es más frío que la muerte” (cortesía del gran Rainer Werner Fassbinder, que para esa, su primera película, expresara: “Es una película que se opone al amor estúpido, a aquellos que quieren a alguien sin pensar en las consecuencias. En mi película, el amor engendra violencia y viceversa”) y el amor al que aspiran las princesas de Disney, una pura fantasía, y nos sitúa -nos obliga- a poner los pies, en la agreste superficie de lo real. El mundo actual carece de la grandeza de la tragedia y se refocila en el melodrama del gusto de Douglas Sirk.
Heterosexuales, homosexuales, con todos los matices en que se quiera encasillar la sexualidad, los seres humanos, ponemos muy altas las expectativas en el amor, esa suprema trampa de la biología. “Te querré siempre” nos coloca en la medianía de los seres que han aprendido, a base de golpes, que (en mis propias y convencidas palabras): “El amor no se crea ni se destruye, sólo se deforma”.