Por Matías Mora Montero
Desde Morelia

Una vez que el ser humano, en la infancia temprana, conecta con una pieza de arte de forma fundamental y permanente, la noción más bella posible entra en efecto: somos capaces de crear grandes cosas. Al ofrecer nuestra obra al mundo, le estamos expresando amor al resto de la humanidad. Poniendo nuestras ideas allá afuera, ser parte de la tradición más antigua e importante de nuestra especie, es hacerla avanzar, es tomar un salto de fe hacia lo desconocido. Y los grandes artistas, aquellos a quienes les llamamos “Maestros”, son quienes en su obra toman los mayores riesgos, explorando lo más profundo de ese desconocido, encarnando verdades universales y su potencial previamente oculto, pero extremadamente emocionante.

Dentro del cine, pocos se han merecido más aquel título que el Maestro Francis Ford Coppola, quien tras seis décadas de trayectoria continúa siendo el chico rebelde, el más grande de los osados, y nos sigue presumiendo que el cine siempre puede ser algo fresco, nuevo y un arte joven con infinitas posibilidades de muerte y renacimiento.

En otro nivel, pero para nada separado, los grandes artistas son aquellos que nos permiten entendernos más, o quizá cuestionarnos, pero en todo caso darnos cuenta de que en el espejo hay más de aquel a quien creíamos conocer. Hoy, que en el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) pude ver por segunda vez su más reciente locura magna: “Megalópolis: una fábula”, así como uno de sus grandes clásicos: “Rumble Fish”, veo en la obra y en las palabras del más honorable invitado en la edición de este año una infinita alberca de preguntas sobre mi lugar en este mundo, sobre qué tanto me conozco, y me siento, de alguna forma, con una soledad menor, con un más alivianado sentido de compañía en esta vastamente misteriosa existencia.

Regresando del cine y escribiendo estas palabras, confío más que nunca en el poder del arte. Esta es la utopía de Coppola, conversaciones, debates y preguntas que nos avanzan, poco a poco, a posibilidades llenas de esperanza. Al presentar la película en esta gran noche, Coppola la describió como “una película para niños hecha para adultos”, y yo debería terminar el texto aquí, porque no existe mejor manera de describir la enorme belleza y la monumental imaginación que conforman “Megalópolis”, pero debo hablar de la película, porque su mayor logro es la conversación que pretende generar. Una conversación de naturaleza necesaria, existencial, política, filosófica, y todo demás adjetivo o doctrina que se les ocurra, porque es una conversación del humano. Del humano como un conjunto de grandes genios, capaces de concebir Dioses, de perfeccionar modos de creación y destrucción, y ante todas nuestras habilidades, Coppola busca abrirnos los ojos a que en ellas está la solución al repetido sufrimiento por el que nos encontramos como especie; nos fuerza a tomar un vistazo hilarante, sincero y con revisiones históricas que van de la antigua Roma a la civilización a la que nos hemos acostumbrado a habitar.

De aquí que Coppola despierta esa necesitada conversación de si es esta sociedad realmente la única alternativa que tenemos. En su sed de conocimiento, en su maravilla ante el logro humano y la historia global, en su acumulación de ideas y convenciones, Coppola concibe “Megalópolis”, una épica romana situada en un semi-futurista Nueva York, que en la cinta es llamado Nueva Roma, donde saca del episodio que es “Las Conspiraciones Catilinas” una historia sobre un arquitecto, César Catilina (Adam Driver), dispuesto a crear la utopía perfecta, una ciudad-escuela que, como las grandes ciudades, se disponga a las necesidades de sus habitantes. Una ciudad donde la extensión de sus propiedades tenga la virtud de poder conectar con el otro, y es que parte del discurso humanista que maneja Coppola es justo ese: aprender a desarrollar una conciencia sobre el acto maravilloso de que el otro exista, de compartir este mundo con nuestros camaradas humanos y en algunos de ellos –limitados, selectos, únicos– encontrar la más divina inspiración.

Esos selectos integran el pequeño, pero valioso cultivo al que llamamos amor. Y la película, en su gran visión, en su sinfonía de ideas, magnífica concepción cinematográfica, nos presenta la idea de una sola familia a la que podemos todos, o mínimo Coppola, amar, la familia humana. Entre conspiraciones narrativas, rivalidades que exponen a sus personajes y desenlaces dramáticos que dan cuenta de los valores de los personajes, su naturaleza es la de una fábula, pero una en la que el mensaje es tan grande como la vida misma, por ende, llena de matices difíciles de captar o procesar en un solo visionado.

Es una película que demanda ser vista más de una vez, que hace gritar al debate, a la conversación, que, si se sale de verla con tan sólo adjetivos cualitativos, fue un desperdicio de experiencia. Y es que Coppola nos conoce, nuestros deseos, aspiraciones, juegos y maldades. Más allá de ser un cineasta, es un académico del ser humano, a quien le tiene un enorme nivel de admiración. Para el director de “El Padrino” “todos somos genios”.

Y muchos hablan de este conocimiento de parte de Coppola como una habilidad suya para adivinar el futuro, como ejemplo, en “Megalópolis” hay puntos narrativos que pueden ser comparados a eventos políticos recientes, como el atentado contra Trump, las controversias del alcalde de Nueva York y el resurgimiento del fascismo en sectores de América y Europa. Resurgimiento que se da por el colapso del capitalismo, la falla total del sistema, símbolos alrededor de “Megalópolis” como un árbol en forma de esvástica, pero con un personaje de gran capital y familia adinerada hablando sobre él nos hacen entender el punto político en el que nos encontramos, no sólo en la película sino en el mundo. Los grandes bancos y sus herederos ven en el poder autoritario una forma de retomar el control absoluto, de impulsar la decadencia capitalista hacia una aterradora gloria, una que para conseguirla implica tener que manipular al pueblo con promesas que no sólo no cumplirán, sino que jamás creyeron.

Pero esta no es una habilidad mística de visualizar el futuro, es una habilidad crítica y racional que Coppola ha adquirido a través de su intuición enriquecida por su conocimiento y cultura de reconocer patrones. Así fue con “Apocalypse Now”, así es ahora con esta obra, donde los trazos del pasado humano nos explican nuestras acciones presentes. La diferencia entre su épica bélica de Vietnam y su neo-épica romana es que en “Megalópolis” Coppola se atreve a ver el futuro, no sólo en el aspecto del discurso humanista y utópico que maneja, sino en aquel donde el reconocimiento de patrones está presente en el arte, en la forma de hacer cine.

Para Coppola, el cine debe morir y renacer, miles de veces. Está emocionado por las nuevas voces, por los niños, por aquellas películas que él no llegará a ver –quizá ni yo–, el cine de los bisnietos, un cine que Coppola espera sea radicalmente distinto al cine al que ahora estamos acostumbrados. Es justo sobre esto, que en el marco del Festival le pude realizar la pregunta: ¿hacia dónde va el cine?

Como pueden escuchar, en su respuesta Coppola hablo de la naturaleza de los videojuegos, de elementos que le den un sentido de vida, algo así como live performances; habló de la necesidad absoluta de que se vuelva un arte aún más colaborativo, en su visión: “un director de China podría colaborar con un director de México y realizar una gran película juntos”.

Esto es por lo que resulta más emocionante “Megalópolis”, Coppola no espera a que la tecnología o la época llegue para explorar con todas estas posibilidades. Llegando al grado de que, en funciones selectas de la película, como aquí mismo en el FICM, un actor interactúe en la vida real con la película, haciéndole una pregunta al personaje de Driver y, a la vez, aprovechando la iluminación de una sala de cine para que el juego eterno y filosófico de luz que es el cine traspase la pantalla.

Así, Coppola logra integrar efectos digitales caseros, formatos de composición tríptica, viñetas que encierran a la imagen, montajes donde la cantidad de imágenes dentro de un solo plano son infinitas, etc. La naturaleza cinematográfica de la película es una experimental. Se dice que para llegar al mañana hay que volver al ayer, en ese sentido, “Megalópolis” actúa como una obra de la época del cine silente, su gran imaginación visual es prueba de esto, pero, abrazando por completo la visión de las cámaras y efectos digitales, la cinta termina siendo algo completamente nuevo. Una gran visión del futuro del cine que habla de la posibilidad de una visión similar del futuro de toda la humanidad.

Teatral en sus actuaciones, la película escoge el camino de lo sumado: sumamente exótica, sumamente divertida (incluso ridícula) y sumamente romántica, para Coppola ya no existen barreras o formalidades en cómo se quiere expresar. Eso es lo importante a entender, esta no es una obra como “El Padrino” y en ningún punto aspira a serlo. Es otra bestia por completo, una de gran poder que, espero, como audiencia colectiva podamos abrazar. pues Coppola, en la proyección que la película tuvo dentro del FICM, nos invita a entrar en su ilusión.

Como ocurre con un gran mago, al punto de deslumbrarnos, no tendremos claro que acabamos de ver. Hay una gran belleza en eso, no todo debe ser comprendido en el instante. Más allá de extrañarnos por una obra así, debemos interactuar con ella, aceptarla en el gran y diverso canon tanto de la historia del cine como en su propio lugar en una de las filmografías más importantes dentro de esa historia. Es incluso un deber verla, no ocurre todo el tiempo que un titán de su medio entregue una nueva obra, una dispuesta a reinventar todo.

En nivel personal y resumido, me inspira, me maravilla y me conmueve. Entiendo que no sea una película para todo gusto, pero si este mundo no puede darle a “Megalópolis” su justo lugar, ¿qué le deparará al cine sino decadencia y conformismo? Los invito, entonces, a ir a verla hoy y también mañana.