Por Pedro Paunero
“Ovnis sobre China” (The Bamboo Saucer, 1968), de Frank Telford, representa un curioso, y divertido, despropósito, que no tenía más intención que entretener, y no tanto enmendar la ola de sinofobia que recorría varias producciones americanas. No sólo eso, en la película se unen los americanos y los soviéticos, para enfrentar una amenaza común, detalle que la hace aún más cínica y, por lo tanto, digna de redescubrirse.
Cuando Fred Norwood (John Ericson), piloto de un avión bombardero experimental, “el 109” (en realidad un F-104), en la que se han invertido cantidades estratosféricas de dinero, se topa con un OVNI, en pleno vuelo inicial, y sus declaraciones coinciden con las de Blanchard (Andy Romano), el otro piloto acompañante -aunque este último se convenza de que todo ha sido “un espejismo”-, las investigaciones los llevan a un dibujo, hecho por un campesino chino que, sin duda, ha visto la misma nave, lo que pone en alerta al gobierno estadounidense, que teme que los chinos se les adelanten en algún tipo de salvamento espacial extraterrestre. Aquí, no se trata de suponer al “pueblo chino” como al enemigo –que se sobrentiende oprimido-, sino a la “China roja”, es decir, el régimen comunista, del que hay cuidarse.
Esta condescendencia, aunque atípica, con los personajes chinos, data de tiempos de D. W. Griffith, el mismo que rodara aquél prodigio pionero de la técnica, y la narrativa cinematográfica pero, a la vez, un himno al racismo más descarado que es “El nacimiento de una nación” (The Birth of a Nation, 1915), en cuya épica sería el Ku Klux Klan, el auténtico fundador de unos Estados Unidos, al enfrentarse a la amenaza que los libertos negros ejercen sobre el gobierno. Griffith filmó “Lirios rotos/La culpa ajena” (Broken Blossoms, 1919), un retrato del amor interracial, conmovedor y convencedor, en la historia de Cheng Huan (Richard Barthelmess, como personaje chino blanqueado), un inmigrante en Londres, con la misión de difundir el budismo, que termina enamorándose de una chica pobre, Lucy (Lilian Gish), hija de Battling Burrows (Donald Crisp) un boxeador que la maltrata y explota a diario. Griffith –que sitúa en el Limehouse, entre fumaderos de opio y un ambiente de prostitución su drama- trató a sus personajes con una ternura admirable, llevando la historia al grado de la tragedia. En la llamada “escena del armario”, cuando Lucy se encuentra atrapada, y su padre intenta llegar a ella a hachazo limpio, es fácilmente reconocible el antecedente más antiguo de la escena de Jack Torrance (Jack Nicholson), abriéndose paso en el baño, para asesinar a su esposa Wendy (Shelley Duvall), en “El resplandor” (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick.
“Lirios rotos” (cuyo título alude a Lucy, como un “lirio roto” para Cheng Huan, lleva como título alternativo, en inglés, “The Yellow Man and The Girl” (El hombre amarillo y la chica), constituye el punto culmen del llamado “estilo blando” del Hollywood silente, por el cual sus representantes hacían lo imposible por resaltar la belleza de sus actrices –y los escenarios-, incluyendo poner aceite en las lentes de las cámaras. Este estilo le debe mucho al iluminista y fotógrafo G. W. Bitzer, uno de los más brillantes de su tiempo.
Producciones de calidad, como el melodrama “La amargura del general Yen” (The Bitter Tea of General Yen, 1932), de Frank Capra, situada en la guerra civil china, en Shanghái, en la que el general Yen (Nil Ashter), secuestra a Megan (Barbara Stanwyck), una misionera en el país, y termina enredado con ella en otro amorío interracial, que el productor Harry Cohn calificó como “el tipo de basura que gana los Óscar”, con una atmosfera plena de erotismo amanerado, y seriales de bajo presupuesto, que no por ello dejaban de ser interesantes y de buena factura, como los policíacos dedicados al investigador Charlie Chan (interpretado maravillosamente, en las primeras adaptaciones sonoras –desde 1931-, por Warner Oland, e inspirado en Chang Apana, un verdadero investigador del Departamento de policía de Honolulú, y caracterizado, después, por un auténtico actor chino, Keye Luke, célebre por interpretar al ciego maestro Po, en la serie televisiva “Kung Fu”, con David Carradine), personaje de novelas y cómics, creado por Earl Derr Biggers en 1925, que logra el “sueño americano”, y a quien le importa poco el soterrado racismo (después de todo, es un hombre sensato y sabio), popular incluso entre el público de Shanghái, o a Mr. Wong, detective chino-estadounidense, durante los últimos años 30´s, e interpretado por Boris Karloff en las adaptaciones que, de los cuentos de Hugh Wiley, rodara William Nigh, para Monogram Pictures, hasta que Keye Luke interpretara al personaje, en el primer papel protagónico dado a un actor extranjero en “El fantasma de Chinatown” (The Phantom of Chinatown, 1940), de Phil Rosen, contribuyeron a atenuar la sinofobia en el público de a pie pero, sobre todo, en el Hollywood de la época dorada. En 1934, Bela Lugosi –en la misma vena sinofóbica-, había hecho el papel de Mr. Fu Wong, en “El misterioso Sr. Wong” (The Mysterious Mr. Wong), en una película que no tenía que ver nada con el Wong detective y, en cambio, adaptaba un cuento, “La extraña aventura de las doce monedas de Confucio” (pub. 1928), escrito por Harry Stephen Keeler, en el que el Wong de turno recuerda a Fu Manchú, que necesita las dichosas monedas para gobernar, según su destino ya trazado.
Si consideramos que el género policiaco, en Occidente, fue creado por Edgar Allan Poe en el Siglo XIX, en China ya llevaba por lo menos un siglo existiendo -de alguna forma-, dado que en el Siglo XVIII, un autor anónimo publicara una novela detectivesca, que se inspiraba, a la vez, en la vida de Di Renji, un prefecto, censor y canciller que viviera en los años 630 a 700, durante la Dinastía Tang, y que ha servido de fuente de inspiración para la creación del detective Dee, en varias películas recientes.
En “Ovnis sobre China”, el campesino del dibujo ha dado cuenta de la nave que aterrizara -ante la falta de techo de la misma-, en una iglesia católica en ruinas en la China Roja, en los alrededores de la cual se recuperaran dos cuerpos extraterrestres, descompuestos, que el mismo campesino hubo quemado; y la amabilidad del guion para con los personajes se muestra, precisamente, en el grupo rebelde al gobierno comunista que, liderado por Sam Archibald (James Hong), agente de los americanos en China, recibe a los especialistas enviados por los Estados Unidos –paracaídas mediante y liderado por Hank Peters (Dan Duryea en su último papel en el cine)-, para recuperar la nave, antes que caiga en manos del gobierno. Son, sin duda, la contraparte “buena” –y simpática a Occidente- a los rebeldes al mismo tipo de régimen, pero asesinos y maniacos, de “Batalla bajo la tierra”, de la que ya traté en un ensayo anterior.
Durante el camino a la iglesia, Norwood, al detenerse a llenar las cantimploras con agua, descubre a una hermosa mujer, Anna Karachev (Lois Nettleton), que se asea en la cascada y que resulta ser miembro de un equipo soviético enviado en el mismo tipo de misión clandestina, sin que las autoridades chinas comunistas –sus aliados de hecho, en lo que concierne a intereses en geopolítica-, lo sepan. Peters reconoce a Dubovsky (Rico Cattani), uno de los mejores físicos del mundo, y especialista en metalurgia, por lo que deduce que se hallan inmersos en una carrera –igual que la espacial-, para recuperar el Ovni.
Hollywood tampoco abunda en producciones que dejaran una buena imagen de los soviéticos, pero algunas de sus excepciones son, a la vez, brillantes –como “Ninotchka” (1939), de Ernst Lubitsch, con Greta Garbo en el papel principal-, o por lo menos entrañables –como en “¡Ahí vienen los rusos, ahí vienen los rusos!” (The Russians Are Coming the Russians Are Coming, 1966), de Norman Jewison, una historia de amor que se da la mano con un incidente internacional, en el que se ve involucrada la tripulación de un submarino ruso, en una población de Nueva Inglaterra-, pasando por “007: La espía que me amó” (The Spy who Love Me, 1977), de Lewis Gilbert, perteneciente a la franquicia de James Bond, sin olvidar aquel capítulo de “La dimensión desconocida”, titulado “Dos” (Two, episodio 66, Tercera temporada, emitido el 15 de Septiembre de 1961), dirigido por Montgomery Pittman, en el cual se encuentran dos supervivientes de alguna catástrofe provocada por el hombre, ella rusa y él, americano. Todas, películas en las que la trama amorosa ayudaba a solventar la enemistad ideológica.
Los dos grupos de “Ovnis sobre China”, entonces, en medio de la sospecha mutua -que los científicos de ambas naciones no comparten (este retrato ingenuo de los científicos como pacifistas, y que sólo piensan en el bien común que la ciencia puede entregar a la humanidad, es común en el cine)-, deciden cooperar para investigar, estudiar y analizar el platillo que, dicho de una vez, es de pésima factura, y que es superado por los que se hicieran para películas de la década anterior, como “El día que paralizaron la Tierra” (The Day the Earth Stood Still, 1951), de Robert Wise o, incluso, una producción más en la onda de la Serie B, como es “Invasión de discos voladores” (aka. La Tierra contra los platillos voladores; Earth vs. the Flying Saucers, 1956), de Fred F. Sears, sin contar la cansina partitura electrónica, que parece sacada de una película pornográfica setentera.
Ante la muerte del piloto soviético, y un accidente que sufre el ingeniero americano, a ambos equipos no les queda más que enviar en un vuelo espacial, a bordo del platillo, al ingeniero Karachev y al piloto Norwood, que ya se adivinan en atracción amorosa mutua y, según una profecía de Nostradamus, que dice que “el águila y el oso unirán sus fuerzas para destruir al dragón”, los líderes de ambas facciones deben unir fuerzas para detener la patrulla que los chinos rojos han enviado para investigar. Aunque bastante barata, en cuanto a efectos especiales, el guion –escrito por Frank Telford, y basada en una historia de Alford Van Ronkel, conocido por el guion de “Destino, la luna” (Destination Moon, 1950), de Irving Pichel, considerada como la primera película “Sci Fi”, propiamente dicha-, mantiene el interés, y el lenguaje cuasi científico es convincente.
En “La sombra del Zar amarillo” (The Chairman, 1969), de J. Lee Thompson, John Hathaway (Gregory Peck), un científico estadounidense ganador del Premio Nobel, es enviado a la China en plena Revolución Cultural, con las supuestas intenciones de visitar a su viejo profesor, Soong Li (Keye Luke) pero, en realidad, en una misión secreta, que tiene como intención robar la fórmula química de una enzima descubierta –o creada-, por los chinos, que posee la cualidad de hacer crecer las plantas en cualquier terreno y bajo cualquier circunstancia climática, así, habían logrado cultivar piñas en el Tibet. Hathaway llega fácilmente a Hong Kong, y luego le es aceptada la visa para la China continental. Le reciben con entusiasmo, y lo colman de regalos. Es entonces cuando lo recibe el “presidente” (el “Chairman” del título en inglés, denominado como a “la persona más importante de la historia de la raza humana”, a lo que Hathaway responde: “¡Caramba! ¿Quién podrá ser?”, como parte de sus diálogos jocosos y escépticos), que juega ping pong y, al poco tiempo, charla con él en una perorata ideológica con tintes utópicos pero, a la vez, haciéndole ver que cualquier intención de detener la revolución será destruida sin miramientos: la fe en el líder debe ser ciega, absoluta. El presidente, que no es otro que Mao Zedong (Conrad Yama), le ha permitido entrar al país para convencerlo de trabajar para ellos. En cambio, los estadounidenses y británicos, aliados con los soviéticos, ni más ni menos, temen que los chinos utilicen sus adelantos en la agricultura para chantajear al Tercer Mundo, incluida América Latina, para convencerles de pasarse al lado del comunismo. Lo que Hathaway ignora es que, en el implante que le han colocado en el oído, con el que puede comunicarse con los aliados -estos pueden escucharlo y escuchar todo lo que él escucha, pero él no a ellos-, y que ha permitido él mismo, de buena gana, bien podría haber un dispositivo explosivo para ser detonado a distancia, cuando la ocasión –única por otro lado-, de acercarse a Mao, se presente. La conclusión a la que llega Hathaway, tras alcanzar la frontera rusa en unos minutos desesperantes, mientras corre la cuenta atrás que le volará la cabeza si los chinos lo apresan, es: ¿Cuál es la diferencia entre ustedes –estadounidenses, británicos y soviéticos-, y los chinos? Que ustedes mienten, y los chinos le hubieran dicho a su mejor hombre, “ve y cumple la misión, pero si fracasas te haremos estallar la cabeza”. Todo se reduce a una cuestión de convicciones ideológicas.
Todo lo contrario sucede en “Intriga en Ciudad del Cabo” (The Cape Town Affair, 1967), de Robert D. Webb, en realidad un remake blandengue de “Manos peligrosas” (Pickup on South Street, 1953) -una de las mejores cintas del querido Sam Fuller, que fuera visto, ya en su momento, como un alegato anti comunista muy rabioso, que J. Edgar Hoover entendiera al revés-, en una película que contó con el mismo Fuller entre sus guionistas, pero que no alcanza el realismo áspero y duro de la original, y que nos cuenta la historia de Candy (Jacqueline Bisset), que viaja en un autobús atestado cuando es robada por Skip McCoy (James Brolin), un carterista de poca monta que ignora el hecho de que la chica lleva, en su cartera, un par de negativos que tiene que entregar a un contacto. En realidad, ella misma se ve envuelta en un complot internacional, sin saber que su protector –que la ha rescatado de la calle-, es un espía comunista. La película desaprovecha los puntos más álgidos que alcanza el original, aunque la furia anti comunista se mantiene, sólo que entendemos, al aparecer un espía chino, que no se trata de soviéticos, precisamente. Aquí, el comunista resulta un golpeador de mujeres, y asesino de ancianas (Claire Trevors, haciendo el papel que hiciera Thelma Ritter), y el carterista un patriota que, a pesar de su “sucia profesión”, jamás traicionará a su país. No hay que perder de vista, jamás, que esta producción de bajo presupuesto fue filmada en la Sudáfrica del Apartheid, y que el único personaje negro que aparece –tan sólo en una toma final pueden verse ciudadanos negros, pasando por la calle-, es una sirvienta, que abraza a un niño blanco, en su cama, cuando los espías invaden el dormitorio durante una persecución, aunque nos preguntemos el porqué de tal pirueta argumental, al trasladar a Sudáfrica la acción que, en la primera película, se desarrollaba en Nueva York. La cinta queda, en todo caso, como un pálido remake de una de las mejores películas de Fuller, y un ejemplo de arqueología urbana cinematográfica, de un país que cambió, para mejorar.
El final de “Ovnis sobre China” –como sucede en la trama de “La sombra del Zar amarillo”, en cuanto a alianzas hipotéticas con la URSS-, en el que se recurre a una cita de John F. Kenendy (“Que ambos bandos invoquen a las maravillas de la ciencia, y no a la violencia”), deja claro su mensaje reconciliatorio, por lo menos con la Unión Soviética, para hacer frente a ese enemigo común que era la China roja y que, a inicios del Siglo XXI, ha recobrado bríos paranoicos, en unos Estados Unidos decadentes que, como su viejo rival, Rusia, ven con malos ojos el despertar de un nuevo imperio mundial.