Por Pedro Paunero

Si bien el rostro más reconocible de Fu Manchú, esa creación de Sax Rohmer, plena de ira contra Occidente y, por ende, de profundo odio racial hacia el Oriente, es el que le diera Cristopher Lee en los años sesenta, el de Boris Karloff (con maquillaje horrible, caricaturesco) en “La máscara de Fu Manchú” (The mask of Fu Manchu, 1932), de Charles Brabin, es relevante por su descarado mensaje colonialista y prejuicios raciales que, de manera sorprendente a ojos actuales, impregnan la cinta.

La descripción de Fu Manchú, aparecida en el Capítulo II de la novela “El demonio amarillo” (1935), ha sido difundida infinidad de veces porque, según su autor debemos imaginar:

“(…) una figura clásica de mandarín chino; un hombre de alta estatura; delgado, de miembros recios, felino en sus actitudes y movimientos, con un entrecejo como el de Shakespeare y un rostro de expresión verdaderamente satánica. De su cráneo afeitado pende la coleta tradicional de los hijos del «Imperio Celeste». Sus ojos tienen el fulgor magnético de los ojos de la pantera”.

Sax Rohmer creó un personaje estereotipado, sin pretender jamás profundizar en la cultura china, atendiendo a los prejuicios que, bajo el denominado “peligro amarillo”, se cernía, según occidente, sobre los intereses que las potencias coloniales mantenían —y pretendían seguir manteniendo—, en China y sus islas. Fu Manchú es una especie de genio maléfico, que ha estudiado en Inglaterra misma —si indagamos un poco, vemos que muchos príncipes extranjeros, por ejemplo, los del Imperio japonés, eran educados tanto en Oxford como en Cambridge, y eran tolerados bajo un racismo soterrado—, y posee cantidades inmensas de dinero, como para hacerse de inventos de Ciencia ficción que, posteriormente, pasarán directamente a los villanos con los que se enfrenta James Bond. En una escena, que destila odio de uno y otro bando, Fu Manchú le espeta al personaje de Sir Lionel Barton (Lawrence Grant), el arqueólogo responsable del descubrimiento, es decir, del despojo que pretende realizar de los objetos de la tumba de Gengis Khan:

—¿Usted es Fu Manchú, no?

—Soy doctor en filosofía por la Universidad de Edimburgo, doctor en derecho por el Christ College, doctor en medicina por Harvard, mis amigos en confianza, me llaman doctor.

—¡Oh! ¡Cuánto lamento mi error! Bueno, “triple doctor”, ¿qué quiere de mí?

—Le he mandado buscar para hacerle rico. ¿De qué le sirven a usted las reliquias de ese guerrero muerto?

—A los ingleses les gusta contemplarlas durante las vacaciones.

La respuesta de Sir Lionel no puede ser más clara. Una expedición británica se ha trasladado al desierto de Gobi, donde suponen se localiza la tumba de Gengis Khan, con la intención de apoderarse de la cimitarra y la máscara del gran conquistador, para llevarlas al Museo Británico, antes que Fu Manchú se haga de ellos y, por estos, lleve al “Este contra el mundo”, uniendo todos los pueblos asiáticos en una invasión a Occidente sin precedentes. No es difícil ponerse en los zapatos de aquella gente —que recordaría las Guerras del Opio, que finalmente anexionaron Hong Kong a Inglaterra, y Macao a Portugal—, y ver en Fu Manchú, a un héroe, a un libertador, pero que le tocó ser el personaje maligno a los ojos de los expoliadores coloniales. Para oponerse a este Súper Villano se encuentra Nayland Smith (Lewis Stone), su archi enemigo, quien dirá, en una línea de la película, mientras sostiene la cimitarra codiciada:

—¿Comprenderemos alguna vez a los orientales? ¿Aprenderemos algo de ellos?

Es decir, en la cinta se apela a ese “Destino Manifiesto” (que tan bien copiaron los estadunidenses), de la nación por la cual Lord Byron, insigne hijo de Inglaterra, escribiera una imprecación en contra de su compatriota, Lord Elgin, que desmanteló —saqueó— las esculturas del Partenón (los vergonzosamente llamados “mármoles de Elgin”), en una Atenas gobernada por los invasores turcos —a quienes se los compró a precios ridículos—, con el pretexto de “conservarlos en el Museo Británico”, no sólo para “protegerlos” de los turcos, sino de los mismos griegos modernos, considerados mestizos e indignos de tan glorioso pasado. De tal guisa, en la maldición, la diosa Minerva (la versión romana de Atenea) dice en estos versos:

“¿Quieres saber el motivo de mi desprecio? Extiende la mirada a tu alrededor. Aquí, superviviente de la guerra y el fuego, he visto caer sucesivamente varias tiranías; he escapado a la devastación de los turcos y godos y ha sido preciso que tu país enviara aquí a un expoliador que los superara a todos. Mira este templo vacío y profanado; cuenta los restos que quedan; unos fueron colocados por los Cécropes, otros, adornados por Pericles; este monumento fue alzado por Adriano en los días de la decadencia del arte. Y tengo otras obligaciones de gratitud; debes saber que Alarico y Elgin han hecho el resto y para que nadie ignore cual es el país que se ha convertido en un expoliador, el muro indignado lleva su odioso nombre; así es Palas, tan agradecida, quien protege la gloria de Elgin: allí está su nombre y ahí arriba reconocerás su obra.”

A Sir Lionel, Fu Manchú lo ha mandado secuestrar en pleno Museo Británico. Sus secuaces han surgido de varios sarcófagos egipcios, vendados como antiquísimas momias, en una escena fascinadora, de rancio sabor pulp, que veremos transmutada una y otra vez, a lo largo de los años que siguieron a “La máscara”. Fu Manchú le ofrece dinero, incluso a su hija, la sensual como sadomasoquista Fah Lo See (Myrna Loy), el prototipo de la caprichosa Aura, que destila una sensualidad animal, e hija del “Malvado —o “despiadado”— Ming, enemigo de Flash Gordon, villano que no es sino la recensión futurista de Fu Manchú, pero el británico permanece en sus trece, hasta acabar con la paciencia del malo, y ser condenado a la tortura de la campana, es decir, ser atado por los miembros a una plataforma circular, debajo de una campana gigante que se hace sonar sin detenerse jamás, hasta enloquecerle. ¿Habrase visto tortura más dulcemente “pulp” que está? Sí, aquellas a las que Fu Manchú someterá, por ejemplo, a Nayland, consistente en atarlo sobre una especie de potro de madera, que se inclina lentamente sobre un foso infestado de cocodrilos. ¡Apártate Bond, James Bond! No sólo eso, Nayland y compañía, después de todo, volverán contra las hordas orientales —asiáticos de todas las nacionalidades, según puede verse, incluyendo sujetos con turbante—, el arma de rayos de Fu Manchú, matándolos como moscas, sin incluir a los titánicos (muy altos, y bastante musculosos, pero torpes como vacas), esclavos negros del villano, que van por ahí en taparrabos, y que Nayland despacha como a enclenques faquires. ¿Así, o más prejuicios raciales?

A Fu Manchú enviarán a Terrence Glanville (Charles Starrett), con una copia de la cimitarra —sin que el mismo Terrence sepa que se trata de una treta de Nayland—, para intercambiar por Sir Lionel. Pero Fu Manchú la somete a un ritual, con uno de esos aparatos de rayos de Ciencia ficción primitiva, al estilo Generador Van de Graff, y la cimitarra se funde, descubriendo el plan de los blancos. Terrence es sometido a un lavado de cerebros al “estilo oriental”, con venenos de serpiente y arañas, no sin antes pasar por los brazos calientes de Fah Lo See, que lo quiere para sí. En una escena final, Sheila Barton (Karen Morley), hija de Sir Lionel, le imprecará a la cara a Fah Lo See:

—¡Eres una tonta! Engañándote a ti misma, creyendo que tenías su amor, cuando sólo estaba drogado por esta… ¡bestia! —refiriéndose al Dr. Manchú.

Llegados a este punto, cuando el disputado macho abre los ojos, uno se pregunta por qué, Terrence, prefiere la insulsa Sheila a la hermosísima Fah Lo See, pero las cosas son así, en este universo de racismo mal disimulado.

“La máscara de Fu Manchú” comenzó una nueva etapa en cuanto a adaptaciones que el cine realizara del personaje de Rohmer, dejando atrás los cortometrajes del cine mudo, que se lanzaran entre 1923 y 1924 y, aunque se trata de un filme pre código (el Código Hays entró en vigor en 1934), jamás se contempló en este que la ofensa racial fuera prohibida, sino que se cuidaba —sobre todo—, de mantener la “alta moralidad” cristiana. Sí sucedió, en cambio que, en su relanzamiento, durante los años 70´s, se eliminaron dos minutos de escenas que podían molestar a los chino—americanos, pero se reintegraron en los años 90s´s. Como película, es decir, si sólo la tomamos como divertimento —sin soslayar jamás sus implicaciones sinófobas—, “La máscara de Fu Manchú” resulta una producción de cierta calidad que, tanto emociona, hoy en día, como enoja. Al verla, uno no puede permanecer indiferente.

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.