James Dean es un siniestro adolescente con el que hemos acabado
John Dos Passos (Midcentury, 1961)

Por Gabriel Ramírez
Texto e ilustración


La tarde del 30 de septiembre de 1955, un Porsche Spyder plateado se convirtió, simultáneamente, en vehículo de destrucción y lanzamiento de lo que sería una leyenda cinematográfica como Hollywood no había contemplado desde los días de Valentino. Ocurrió en una carretera de la zona vitivinícola por el Paso Robles, California, y el muerto en cuestión se llamaba James Dean, víctima y verdugo de sí mismo. Tenía apenas veinticuatro años; sólo tres películas importantes trae de sí y el potencial de un enorme actor en ciernes.

La pasión frenética que desató su muerte horrible, mezcla de fervor, morbidez e histeria, sorprendió a no pocas personas. Fue un duelo de masas; lluvia de elogios póstumos, asombro de publicistas despistados. ¿Cómo era posible que alguien relativamente desconocido pudiera ser tan popular como cualquiera de los más encumbrados? La idolatría nació entonces y un fetichismo necrofílico parecido al canibalismo se apoderó de fanáticos que se desvivieron por lo que fuera le hubiera pertenecido: desde un mechón rubio de cuando pequeño hasta un fragmento del destrozado Porsche.

Miles creyeron que no había muerto y hasta mencionaban palabras como inmortalidad, reencarnación y resurrección. Otros miles obedecieron a la difundida creencia de que había quedado desfigurado de tal manera que su destino era la reclusión de por vida en una clínica secreta. En apoyo a esto, el falso rumor de que su cuerpo se mantuvo en un ataúd herméticamente cerrado que casi nadie nudo ver. Finalmente, a las oficinas de Warner Bros continuó llegando un promedio de ocho mil cartas mensuales dirigidas a él, muchas ellas como si aún viviera.

Un éxodo de impresionados, víctimas de le psicología de las masas, se dirigió hasta las planicies agrícolas de Indiana e interrumpió la tranquilidad del pequeño pueblo de Fairmont donde Jimmy se había criado. La familia protestó airada, sobre todo el tío Marcus Winslow, granjero de setenta y dos años, quien con su espesa Hortense se había ocupado de su crianza desde los nueve años. Sucedió al quedar huérfano de madre y su padre ir a California en busca de trabajo.

¿Cómo podría ser que el adolescente confundido e intenso de “Rebelde sin causa” rezumara la cotidianeidad campirana según testimoniaba el buen tío? ¿O la tía Hortense?: “Cuando me secaba los platos, Jimmy soñaba en voz alta con ser actor de cine. Naturalmente, no le hacía caso. Pensaba que era algo imposible para un niño campesino de Indiana. Marc tenía razón: no había en él nada fuera de lo común“.

Dean apareció de pronto e igualmente muy pronta se consumió. Ahora, a más de medio siglo de su desaparición, los hechos parecen extremadamente remotos y bastante ridículos. Viejos hoy, atravesábamos entonces el peor periodo de la adolescencia, sin ayuda familiar alguna, sin verdaderas relaciones amistosas con nadie. ¿Cómo no identificarse con el Jim Stark de “Rebelde” enredado siempre en líos y con el índice acusador de la películas de Nicholas Ray señalando a los padres y maestros como los grandes culpables de la deformación del carácter de los jóvenes? Su anarquismo y rebeldía resultaban en exceso atractivas y su luz proyectada simplemente cegó a toda una generación. (Tanto que yo conozco a muchos aún ciegos y de los cuales no mencionaré ni sus iniciales).

James Byron Dean y su chamarra roja, el cigarrillo coleándole de los labios como un Bogart adolescente, las muecas despectivas, el desgarbo, las palabras suaves como en susurro, titubeantes. Esa insolente mirada hueca en los ojos azules, el descuido controlado de su ropa, el desorden calculado de su cabello. Dos años le bastaron para cruzar como estrella por el cielo de Hollywood y las pantallas del mundo. Un puro símbolo de soledad, ira y frustración. Una imagen que reflejó lo que era su actitud ante la vida, actitud supuestamente auténtica y a la que debió la supervivencia.

Truffaut prendió el incienso espeso a raíz de su primer film, “Al este del paraíso”. Hablo de los gemelos Aron y Cal, aquél como heredero de la bondad conciencia del padre puritano; éste como depositario de las malas mañas de una madre vuelta al final de su vida madrota de burdel. El canto focal era el conflicto fraterno, recreación de la leyenda bíblica de Abel y Caín. Truffaut lo llamo “un héroe baudelairiano, fascinado por el vicio y la diversidad, amante de la familia y al mismo tiempo odiándola”. Y agregaba que cuando el padre  (Raymond Massey) rechazaba el dinero que le ofrecía como prenda de amor filial, “(sus) poderes de seducción son de tal magnitud que podía matar a su padre y a su madre cada noche en Ia pantalla y siempre se ganaría la aprobación del público”.

“Al este” fue la película que cambió su vida, la que lo transformó en estrella. En un principio, Kazan tuvo en mente a Brando pero al no poder contar con él cambió de planes. Los dos pertenecían al Actor’s Studio y Dean era lo más a mano. Sin embargo, durante el rodaje, el exigente Kazan padeció al debutante: “Dirigirlo era como dirigir a Lassie. Unas veces tenía que aterrorizarle, otras halagarle, palmearle cariñosamente la espalda o propinarle una patada, según lo que quería de él. Era instintivo y estúpido a la vez”. Algo parecido le ocurrió a George Stevens al dirigirlo en “Gigante”: sus maneras neuróticas, vacilantes y bruscas chocaron estrepitosamente con las muy comedidas del académico tranquilo. Así, fuera de cámara, Dean depositó su vulnerabilidad e inseguridad en los afectos de Julie Harris en Al este, exactamente como lo hizo posteriormente con los de la Taylor en “Gigante”. (En el caso de “Rebelde” no tuvo mayores problemas: si no la relación casi edípica con Ray, las más que placenteras con Sal Mineo y Natalie Wood).

Dean no era “el nuevo Brando“ como la publicidad quiso venderlo, ya que se trataba de una personalidad por completo diferente. No que fuera un original: él y sus películas eran casos de progresión en temas y sentimientos, productos de un desarrollo típico del cine norteamericano de los cincuenta. “El salvaje”, “Nido de ratas” o “Semilla de maldad”  eran antecedentes muy claros de esa corriente, pero la presencia de Dean en sus dos primeras películas resultó muchísimo más efectiva e inquietante. Sus cualidades interpretativas mostraban compasión y calidez hacia personajes adolescentes anticonformistas. Su universo era el de la burguesía clasemediera, el imperio de la suburbia como fuerza dominante, su lenguaje el dinero y no las ideas.

Se  infiltraba apatía de la posguerra, indiferencia por las cuestiones sociales, pérdida de fe en una serie de valores. El folclor del momento era el de esposos bienintencionados y débiles dominados por esposas como ogresas fastidiosas y hablantes con una meta única en la vida: vivir mejor que la vecina. En este infierno doméstico de todos los días, los adolescentes buscaron cuanto antes su propia independencia apoyados por el padre blandengue y enfrentados a las recriminaciones maternas.

“Rebelde” fue eso, un film basado en hechos reales, en fichas de tribunales juveniles. Un intento por descubrir el secreto de aquel alarmante número de arrestos juveniles. Cuando se supo , los adolescentes respiraron tranquilos: los verdaderos culpables no eran ellos sino los padres y una sociedad (la norteamericana) que deformaba el carácter de sus crías. Así, el rebelde tuvo una causa. Al no serle posible ser hijo de familia feliz, buscó desahogarse al precio que fuera. A Dean se le identificó con esos solitarios y sensibles en busca de algo confuso y la leyenda lo marcó para siempre. El tiempo se encargó de instalarlo como símbolo de esos atolondrados con pelambre grasienta llamados pandilleros, de cuando toda pasión sexual era besuquear a muchachas con acné y en los que la acción policiaca tenía lugar en un remoto y exótico lugar llamado Corea.

Nacido el 8 de febrero de 1931 en Marion, fue hijo de Winton; dentista cuáquero, y de Mildred Wilson, metodista de moral rigurosa, descendiente de sencillos granjeros. El rebelde de compleja personalidad tuvo esos padres apacibles con los que se trasladó a Los Ángeles en 1937. Sufrió en la escuela su timidez enfermiza, su fragilidad y miopía. Refugiados en la madre consentidora, pronto quedó solo al morir Mildred de cáncer a los veintinueve años. Confiado a la custodia de sus tíos, con ellos creció en la granja Fairmont, localidad de 2500 personas. De nuevo, dificultades y banalidades, silencios prolongados, la extrañeza y los primeros síntomas de esa dicotomía fatal de querer ser como todos a la vez que diferente de los demás. El deportista con miopía, el extraño para sus compañeros de béisbol y basquetbol, esa cosa rara del atleta taciturno y solitario. Su amor por la velocidad y la atracción casi morbosa (y erótica) por el peligro comenzó entonces. Motocicletas primero, después aparatos más y más veloces: “One-Speed Dean” era su sobrenombre.

Estudiaba aún, 1948-49, cuando recibió de pronto, luego de nueve años de olvido, la visita del padre. Si se estima que para alguien tan cerrado y voluntarioso como podría serlo un dentista cuáquero no había nada más censurable que ser actor, nada raro que convenciera a Jimmy olvidarse de sus primerizos afanes teatrales e intentara estudiar Leyes. Fue así como marchó a California, a lidiar con la jurisprudencia. La miopía lo salvó del servicio militar pero no del aburrimiento mortal y la soledad. Lejos de la granja de Indiana, recorría veloz y atronador las calles de Santa Monica en un Chevrolet recién regalado por su padre. Rara vez iba a clases, pero en cambio asistía a las de drama impartidas por James Whitmore en la UCLA.

Byron James fue su primer seudónimo como aficionado en la compañía de Gene Owen y “The Romance of Scarlet Gulch” el título de un musical oscuro poco antes de que en 1950 decidiera dedicarse por entero a la actuación. Meses de titubeos, vagabundajes y oficios varios hasta ganar sus primeros 10 dólares como actor de tevé en un comercial de Pepsi. Su activa participación televisiva durante 1951-53 le ganó reputación de conflictivo y desagradable. Vestía jeans deshilachados, calzaba botas con agujeros, tenía el rostro siempre mal afeitado y todo en él anunciaba ya la imagen muy pronto legendaria. El dinero escaseaba y la ciudad le sobrepasaba. La ciudad era Nueva York: “No iba más allá de dos manzanas de mi hotel, en Times Square. En un intento por escapar a la soledad, veía tres películas diarias”. Los contratos faltaban también y sobrevivió en muchos humildes trabajos, desde cobrador de autobús hasta mesero de sórdidos tugurios en Manhatan.

Aconsejado por “Mom” Deacy se presentó al Actor’s Studio. Lee Strasberg y Kazan, siempre duros y exigentes, lo admitieron como oyente luego de una prueba desfavorable. A principios de 1952, una pieza de corta duración en cartelera lo dio a conocer, See the Jaguar. Variety profetizó: “Graben en sus memorias su nombre: dentro de poco volverán a oír hablar de él”. Su nombre y su imagen, porque fotos suyas aparecieron en “Colliers, Life” y “Red Book”. Fue suficiente para que a principios de 1954 el productor Billy Rose lo llamara para el escandaloso rol de homosexual en “The Inmoralist”, de Gide, dirigida por Daniel Mann. El premio David Blum como revelación del año era clara señal que James Dean había dado el paso que le faltaba. Su éxito en Broadway le abrió las puertas de Wollywood y Warner.

El origen del compromiso con la productora ocurrió en febrero de 1954 durante la celebración de su cumpleaños. En la fiesta, “Mom” Deacy habló con Kazan sugiriéndole la posibilidad de que su protegido interpretara a Carl Trask. Brando y Clift estaban en el proyecto inicial, pero Kazan había manifestado que para el film prefería a desconocidos. De hecho, tenía ya asegurado para el papel a Richard Davalos, una promesa que no logró cuajar. Para su hermano, el candidato en mente era Newman. Este y Dean hicieron pruebas juntos y cuando se presentaron Newman llegó disfrazado de lo que Hollywood entendía por adolescente mientras que Dean era la adolescencia misma. Sin discusiones y para desconsuelo de Newman, el papel fue para Dean. Y como el destino rondaba incansable por esos años, Newman alcanzaría el estrellato gracias a la muerte prematura de su rival con dos roles originalmente escritos para él: “El estigma del arroyo (“Somebody Up There Likes Me”, 1956,  Robert Wise); y “El temerario” (“The Left-Handed Gun”, 1958, Arthur Penn).

Kazan se salió con la suya y Warner contrató a Dean para hacer nueve películas en los siguientes seis años a razón de 100 mil dólares por cada una de ellas.

Lo que pasó a Dean después es historia conocida. La compañía le prohibió bajo convenio manejar su potente “Triumph 500”, pero con los dólares de adelanto cambió la moto por otra máquina más infernal, un “MG rojo”. Después, los rumores de su homosexualidad, sus amores fallidos con “Miss Pizza” como Jimmy llamaba a la frágil y desamparada Pier Angeli, quien en noviembre de 1954 se casó inesperadamente con el cantante Vic Damone. El “Hollywood Reporter” informó chismoso al día siguiente: “Jimmy Dean, que ha salido unos meses con Pier, asistió ayer a la boda de ésta don Damone en la iglesia de St. Timothy. Permaneció al otro lado de la calle, sentado sobre su moto…”

En cinco meses había conocido y perdido a Pier, cotizado alto su nombre y pasado de joven promesa al estrellado y la fama. Su vida íntima, sin embargo, estaba marcada por la depresión, la velocidad sublimada, los riesgos mortales de montarse en coches de carrera por carreteras solitarias, su enredosa amistad con conocidos gays del oficio como Tab Hunter, Sal mineo, Nick Adams.

Nicholas Ray resumió así al Dean de “Rebelde”: “Desengañado e insatisfecho, como el niño que se retira a su rincón secreto y se niega a hablar con los demás. Apasionado y dichoso, como el niño bruscamente excitado por nuevos juegos; que quiere más, lo quiere todo y a menudo se vale inconscientemente de astucias para satisfacer sus deseos. El drama de su vida era un conflicto entre el deseo y el temor a entregarse. Era una lucha entablada desde su más tierna infancia entre su excesivo ímpetu y su gran desconfianza”. (“Rebel Life of the Film”).

Trató de trascender su propia personalidad, pero el adolescente en rebeldía contra todos dio un paso en falso con “Gigante”, donde demostró sus limitaciones y que no era aún una estrella para todos los públicos. El carácter póstumo del film suavizó su participación y el mismo director Stevens comentó amargo: “Era un chico que apena empezaba a subir. Unas cuantas películas más y los aficionados se hubieran hastiado. Él mismo habría empañado su fama”.

No hubo ninguna película más: el 30 de septiembre de 1955, poco después de concluir Gigante, acabó sus días al volante de su Porsche Spyder plateado estrellándose violentamente a 170 km/h con otro vehículo.