Por Pedro Paunero
Desde la idealizada Miami de películas y series de televisión, tamizada puntualmente por la trama policial (Miami Vice, CSI: Miami), hasta convertirse en el segundo estado de los Estados Unidos -después de California-, en la industria del porno, Florida ha sido, también, sede de un cine independiente, salvaje y desechable, que ponía énfasis en su propia naturaleza feraz (los Everglades), como un ecosistema único, fuente de historias a cual más delirante que la anterior.
“La maldición de Tartú” (Death Curse of Tartu, 1966), es una de las tantas películas de explotación que William Greffé –apodado “el padrino del Grindhouse”- dirigió, o situó, en Florida, destinadas al mercado del autocinema, y que lo han vuelto referencia en su estado, al grado de merecerse su propio documental, “From the Swamp: The Films of William Grefe” (2016), dirigido por Daniel Griffith, investigador y documentalista del cine “under”, y que incluye entrevistas con alguna otra leyenda del cine abismal, como Herschell Gordon Lewis, el padre del Cine Gore fallecido, por cierto, en Florida en 2016, poco después de su entrevista para el documental.
“La maldición de Tartú” narra la historia de Sam Gunther (Frank Weed), un guía de los Everglades, que pretende llevar al arqueólogo Ed Tyson (Fred Piñero), su esposa Julie (Babbette Sherrill) y un grupo de indisciplinados alumnos, a una montaña sagrada –“recorrida por Pie Grande”-, donde también yacen los restos de un cementerio seminola, guardado por el espíritu del brujo Tartú, capaz de convertirse en animal (boa, lagarto y hasta tiburón y tigre, animales inexistentes en Florida) para ejecutar su venganza, y desoye los consejos de Billy (Bill Marcus), indio “educado e inteligente”, de quien no puede concebir que crea en supersticiones, y contó con la -mala- actuación de Mayra Gómez Kemp (como la sexy estudiante Cindy), la futura conductora de “Un, dos, tres…, responda otra vez”, programa de televisión creado por Narciso “Chicho” Ibáñez Serrador, en España, cuyo personaje fue ampliado para aprovechar su facilidad para gritar como posesa en la película.
La trama avanza como la pesadilla de un arqueólogo desmemoriado y, por supuesto, aparte de que la panda de jóvenes estúpidos se pone a bailar en la floresta (las chicas van en bikini, y muy lejos de Miami, pero los chavales no se desprenden ni de la camisa), no falta el que las dos parejas se entreguen a un cachondeo capaz de despertar las ansias de cualquier muerto, con primeros planos de caderas, contrapicados de tetas al ritmo de la música, y traseros llenando dos terceras partes de la pantalla, recordándonos la clase de público al cual estaba destinada, el adolescente. Entonces se escuchan los repetitivos, cansinos y molestos cantos y tambores de alguna grabación de archivo, y vemos a Tartú (cuyo maquillaje de calavera, no tan malo, se debe a Doug Hobart, habitual artista de Greffé) removiéndose en un ataúd, literalmente, aunque sepamos que los pueblos originarios no sepultaron a sus muertos en este tipo de artilugios mortuorios, sin hacer nada más pues, suponemos, no es su cuerpo podrido, sino su espíritu, quien posee la capacidad de la transformación teriantrópica a distancia. Así las cosas, una de las parejas se pone a nadar, haciendo bromas bobas sobre Tarzán, cuando aparece un tiburón, da cuenta de ambos, y lo único que queda es un brazo mutilado de la chica.
Tyson se entrega a una serie de meditaciones baratas sobre el misterio del universo, del conocimiento humano sobre el espacio, superior al del conocimiento que se tiene sobre el mar y termina por invocar la maldición de Tartú, en un alarde de profundidad centímetra.
La trama de la cinta, pues, aunque se adelanta a la maldición del cementerio Indio profanado de “Juegos diabólicos” (Poltergeist, Tobe Hooper, 1982), no hace sino acudir a una más de las maldiciones ancestrales que, por castigo, dan cuenta de los protagonistas, desde “La momia” (The Mummy, Karl Freund, 1932), tan del gusto, acaso culpable, de un Hollywood blanco y supremacista.
Filmada en seis días, la película aprovechó la colaboración del entrenador de animales Frank Weed, editándose en los estudios de Ivan Tors, el premiado productor, por parte de la Academia de Artes y Ciencias Subacuáticas, por su legado al cine que incluye el tratamiento de escenas subacuáticas, formando conjunto con títulos como “Sisters of the Devil” (1966), un exploit de “El bebé de Rosemary”, “Impulse” (1974), otro título demoníaco, aparte de la cinta “Incubus” (Leslie Stevens, 1966), hablada en esperanto, en la filmografía más invisible de William Shatner, “Stanley” (1972), que cuenta la historia de un perturbado y su mascota serpiente o “The Jaws of Death” (1976), ecoterror que tanto explotaba el “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg, como se jactaba de no haber usado tiburones mecánicos o jaulas para buzos, durante su filmación, todos en el haber de Greffé.
“La maldición de Tartú” incluye calaveras de plástico de utilería y un manejo torpe de la cámara y, aunque legendaria localmente, sigue lejos de convertirse en un título de culto, a pesar de esto se la puede redescubrir como una cinta situada, involuntaria y extrañamente, a medio camino del Slasher (con la muerte de sus adolescentes entregados al sexo, como elemento moralino en el subgénero que se desarrollaría ya en los años ’80 s) y el Ecoterror, con su revancha, por parte de la naturaleza, sobre los seres humanos que han alterado su devenir, en este caso aunado a lo supranatural.
Olvidable, y poco entretenida, pudo haber tenido como subtitulo el de “La maldición de Tartú o los Chillidos desaforados de Cindy” (que realmente taladran los oídos), y le hubiera quedado perfecto, haciendo de Mayra Gómez Kemp la hermana (muy) menor de Fay Wray (King Kong, Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), la imbatible “Reina del Grito” original.