Por Pedro Paunero
“La zona del silencio” (1990) es una curiosa película dirigida por Rodolfo de Anda con Mario Almada, Rodolfo de Anda, Olivia Collins, Jorge Luke, Jorge Russek, Ernesto Gómez Cruz, entre ottros. En algún lugar de la llamada “Zona del silencio” en México –célebre por los supuestos hechos anómalos que suceden en su geografía–, una banda de gánsteres –incluyendo una flapper que fuma sensualmente y tiene un corazoncito pintado en la mejilla–, toman por asalto un tren, balacera mediante. El color de la película es el blanco y negro, como el de un buen “noir” clásico que se precie de serlo. En la confrontación muere la mayoría, pero uno de ellos (Mario Almada), aunque herido, logra escapar a caballo, cargado con las bolsas del botín, para llegar a una especie de hacienda colonial –que no está muy claro–, de la cual se desprende el típico vaporcito baratón, desfasado, y “misterioso”, de las pelis Serie B, que vemos surgir del suelo, paredes, de una hermosa fuente de piedra, y que se riza por el aire, impidiendo la vista, lo que no le impide dar con una puerta muy pesada, abrirla, pasar al descampado del otro lado y quedarse con cara de asombro –en una actuación que no creemos, por cierto–, al cambiar toda la atmósfera anterior al de una película a colores –al parecer la psique diegética de nuestro gánster puede apreciar este cambio–, por lo cual no se percata del tren que se le acerca peligrosamente, y que lo arrolla sin miramientos.
A la vez que hemos asistido a todo este asunto de policías (a caballo) y ladrones (muy elegantes), ha estado sonando en la banda sonora la estruendosa “Mars, The Bringer of War”, de la Suite, “Planets”, de Gustav Holst, que para eso de usar música culta en una película ya nos ha enseñado un par de cosas el señor Stanley Kubrick, aunque haya tres abismos de diferencia entre el uso artístico –“kubrickiano”–, y el uso por bajo presupuesto -mexicano-.
Mientras esto sucede en tierra, en el aire el piloto de un helicóptero es advertido de que sobrevuela la Zona del silencio. El helicóptero sufre una avería, por lo que el piloto tiene que descender de emergencia, y echa a andar en busca de ayuda. De alguna forma da con unas cuevas y, quizá suponiendo que es cosa normal localiza equipos de mecánicos de helicópteros en cuevas, entra –tras hacerse inexplicablemente de una antorcha– y descubre el tesoro de un conquistador español, cuyos restos, con todo y armadura medieval –otro anacronismo, si tomamos en cuenta que los conquistadores no usaron este tipo de armaduras completas–, permanecen en estado sedente, solemnes y orgullosos. Ni falta hace decir que el piloto se forra los bolsillos de monedas, echa a andar otra vez, da con el mismo pueblo –o hacienda-, de la historia anterior –la fuente monumental así lo prueba-, toca a la puerta de una casa, alumbrada anacrónicamente con quinqués, y pide ayuda a un campesino (Ernesto Gómez Cruz), a quien le narra sobre el accidente. El campesino prueba saber de naves aéreas aunque confunda un avión con un helicóptero, le invita a beber un café -lo único que tiene-, y le cuenta sobre las famosas cuevas y el guardián del tesoro, que volverá de la tumba para castigar a quien ose robarle.
Conforme se nos ha ido contando este episodio –el peor de todos, en una serie de episodios de por sí bastante malos- nos hemos preguntado dónde hemos visto –antes- una historia parecida. Oro robado, un fantasma que regresa a atosigar a quien, a la vez, lo ha robado, y hasta la decapitación final del ladrón que ha robado al ladrón -cuando este cree que ha escapado a la venganza del Más Allá-, tienen un notorio paralelo con “La niebla” (The Fog, 1980), esa fascinante, pero defectuosa, película de John Carpenter, en la cual una banda de leprosos –que cualquiera confundiría con piratas fantasma- regresa (envueltos siempre en la niebla sobrenatural) al pueblo que fundaran, para reclamar el oro que escondieran.
El conquistador, en medio de la carretera nocturna –como Leatherface en la película original, blandiendo su sierra de cadenas-, desaparece antes que una camioneta lo atropelle. La camioneta la conduce el ayudante de un viejo profesor, que esgrime el simplón argumento de la inmensidad del universo, por lo que no seríamos la única especie inteligente entre los mundos, como medio de ilustrar a su tontarrón alumno, y que pretende colocar una serie de aparatos en esa región –donde pasan cosas incomprensibles, se entiende, por lo cual debe haber visitas de naves de otros planetas-, y contactar con los extraterrestres que las conducen. Ambos visten ropa adecuada para un lugar muy frío, invernal, que los hace parecer pesados y lentos, un detalle que no debemos pasar por alto, y que será importante como veremos después. Pasa la noche, pero no pasa nada más, y el anciano moribundo, que sufre un ataque al corazón, se lamenta con el joven de haber fracasado en su investigación.
La resolución es obvia, cuando el ayudante se arranque la máscara humana y se revele como un extraterrestre (cuya máscara, es decir, la de extraterrestre portada por el actor, es pésima), tal y como lo concibe la imaginación popular, con una cabeza en forma de pera invertida, de piel blanca (albina), sin asomo de pelo y vello, mentón casi inexistente y unos ojos enormes. La camioneta arranca ignorando entonces –y ahora nos preguntamos si la suprema inteligencia extraterrestre va a dejar morir al viejo, o si lo llevará a la morgue, para ahorrarse en medicinas-, al par de muchachas, vestidas con prendas veraniegas, muy apretadas –otro enigma es cómo llegaron ahí, si es que buscaban la playa o, de plano, andaban de expedición por el desierto, razón que explicaría el por qué van muy frescas y descubiertas, en franco contraste con el profesor y el muchacho del episodio anterior tan cubiertos ellos, pero acaso sea un misterio más de la Zona del silencio y ni vale la pena preguntarse tanto-, mismas que se han desvivido por hacerse notar, sin éxito, por el extraterrestre camionetero, lo que obliga a las chicas a expresar el siguiente diálogo:
-“¿Viste eso?
-“Sí, ha de ser maricón porque ni siquiera nos peló.”
Seremos testigos, ahora, del episodio que sigue, cuya historia emula la de tantas “Road Movies” de terror, con el automóvil fantasma –así como asesino-, de turno, cuya idea se remonta al episodio “Usted conduce” (You Drive, John Brahm, 1964), de la Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), pero también a otros de dicha serie televisiva, que ha pasado por tantas carreteras, y por diferentes manos de directores, como Steven Spielberg con su “Reto a muerte” (aka. Reto a la muerte, El diablo sobre ruedas, Duelo; Duel, 1971), Robert Harmon con “Carretera al infierno” (aka. Asesino de la carretera, The Hitcher, 1986) con un extraordinario Rutger Hauer en el rol principal, hasta la fallida (y malísima) película dirigida por el escritor Stephen King –basada en su propia novela-, “Ocho días de terror” (aka. La rebelión de las máquinas; Maximum Overdrive, 1986), pero cuya idea estaba ya implícita en el noir “El autoestopista” (aka. La muerte al acecho; The Hitch-Hiker, 1953) de la subestimada Ida Lupino.
Claro que, en nuestra zona del silencio, el argumento se trivializa, desaprovecha y ridiculiza, cuando una de nuestras osadas aventureras –que, sueltan (¡por fin!) la explicación de por qué andan por ahí, y que no es otro que el deseo de llegar a los Estados Unidos “de aventón”- es jalada hacia el interior del vehículo –que nadie conduce- y sólo veamos sus piernas, sobresaliendo por la ventanilla, y su compañera sea rescatada puntualmente por un buen chico, cuya camioneta es cruzada por una Combi, en cuyo interior viaja otra banda de ladrones que pretende asaltar los caudales de los responsables de un festival de globos aerostáticos que se celebra en el desierto.
El robo sale bien, pero el jefe de la banda demuestra carecer de escrúpulos, al abandonar a su despampanante pareja (Olivia Collins), yéndose por el aire en uno de los globos, cuando dicha mujer le ha ayudado a perpetrar el crimen valiéndose de sus encantos femeninos, sin importarle un bledo. Por fin, el ladrón aterriza en la conocida hacienda –se ha hecho de noche de súbito, como en las pelis de Ed Wood-, o villa, o portal dimensional, o lo-que-sea, que lo castigará por sus malas acciones, como a los anteriores malhechores (hecho por el cual la auténtica Zona del silencio se torna, de forma por demás “original”, en territorio de expiación de pecados mexicanos, ni más ni menos), al pasar por la dichosa puerta de madera.
Entonces sucede lo extraordinario, y una escena que bien pudo haber salvado el resto de la película –de no ser tan torpe en su ejecución–, aquello que cualquier lector y espectador de este tipo de ficciones busca, la denominada “ruptura conceptual”, cuando este último ladrón se encuentre –la película ha virado al blanco y negro del inicio–, ante un pelotón de fusilamiento de soldados revolucionarios, a los cuales promete darles el dinero del hurto. “¡Mil novecientos noventa! ¡Estamos en mil novecientos quince, hombre!”, exclama el oficial encargado de dirigir la ejecución, después que revise el dinero y se lo arroje encima, empujándolo hacia el muro, sin preguntarse cómo demonios ha aparecido un tipo con una maleta llena de billetes de banco delante de sus ojos.
La idea de hacer coincidir a personajes de diversas épocas –en un argumento que recuerda mucho la novela “A vuestros cuerpos dispersos” (pub. 1985), primera de la saga de “Mundo Río”, de Philip José Farmer, a lo largo de cuyo río imaginario despiertan personajes de distintas épocas y mundos, incluyendo cavernícolas y aliens- se repetirá en “La tumba del Atlántico” (1992), otra película de Rodolfo de Anda, estrenada dos años después que “La zona del silencio”, en la cual la geografía desértica, ganada para lo inexplicable, se sustituye por la del Triángulo de las Bermudas.
“La zona del silencio” es una película que, en última instancia, contiene buenas ideas, aunque en absoluto originales, pero que se resuelven en una torpe dirección, mediocres actuaciones y terribles diálogos; como si un puñado de episodios de “La dimensión desconocida” hubieran pasado por el cedazo de un cristal sucio, y sólo hubiera quedado el residuo. Inscrita en la larga tradición del “Fantastique mexicano” –tan cercano al “Realismo mágico”–, posterior a nuestra tradición de Cine psicotrónico cuando se anunciaba ya una nueva etapa en la historia del cine nacional (la del “Nuevo cine mexicano”), que se negaba, a pesar de todo, a abandonar los clichés de siempre, “La zona del silencio”, es una película entretenida, que merecería un remake con mejor tratamiento (en todos los sentidos), para un público que ha redescubierto la vasta veta fantástica, a inicios del Siglo XXI.