“Un deseo llamado Anada”, 1971.
 

Por Pedro Paunero

“…existe una fuerza, más allá de la voluntad y la decisión humana
que arrastra consigo el alma del hombre, como el remolino a la
frágil barca”

Lajos Zilahy.  Algo flota sobre el agua


La historia de una misteriosa mujer, arrojada por las aguas a la orilla, a quien rescata una familia, y de quien, irremediablemente, terminan enamorándose todos los varones, algo tiene de mito griego. Y de melodrama. Esta “Femme fatale”, una ninfa, acaso más específicamente una sirena, a cuya naturaleza no puede abstraerse, y termina por destruir una familia, tendría que ser lo suficientemente poderosa, como todo arquetipo, para reaparecer en la literatura, y en el cine. Y lo ha hecho. No es de extrañar que Luis Spota escribiera “Vagabunda” (1950), con el personaje de Flor, rescatada de la playa, convertida en objeto de deseo, y de destrucción de todos los Ávila, que se pelean a muerte por ella. La novela fue adaptada, para la pantalla mexicana, en una pésima película de Alfonso Rosas Priego II (descendiente, por cierto, del productor ejecutivo de “Algo flota sobre el agua”, de la que trataré más adelante), con Dolores Heredia en el papel de la vagabunda. No debe ser casual que este personaje de Spota responda a ese nombre, “Flor”, cuando “Azalea”, nombre de flor, fue el que se le dio a Irma Aguirre en la adaptación mexicana de la novela “Algo flota sobre el agua” (1928), de Lajos Zilahy, núcleo central de este ensayo, al que llegaremos más adelante, con su personaje original llamado Anada, rescatada de las corrientes de un río. 

“La mujer que vino del mar” (Ondine, 2009), de Neil Jordan, retoma la identidad celta del mismo mito, irlandés, aquí en su aspecto amable y romántico, el de las Ondinas, de la misma estirpe que las hadas y las náyades griegas, en cuya historia un pescador, Syracuse (Colin Farrell), que recoge su red, se encuentra con que ha atrapado a una mujer que responde al nombre de Ondine (Alicja Bachleda), pero a quien Annie, la hija de Syracuse (Alison Barry), postrada en una silla de ruedas, identifica como a una Selkie, es decir, una foca capaz de mudar la piel, y aparecer con forma de mujer. Es interesante, y esclarecedor, que la leyenda irlandesa carezca del sexismo reduccionista, e ingenuo, que podría achacársele, cuando las Selkies comprenden un tipo masculino, que toman forma de hombres perfectos, llegados, igualmente, del mar, y que acuden al llamado de las mujeres suicidas, que han ofrendado siete lágrimas a las olas. Son los “Homme Fatale” del mito, su reverso masculino, que sostienen un equilibrio oscuro y enigmático.    

La obra del escritor y dramaturgo húngaro Lajos Zilahy (1891-1974), nacido en el Imperio austro-húngaro, de ascendencia noble, combatiente en la Primera Guerra Mundial, antifascista y anticomunista, director de su propio estudio cinematográfico, el Pegazus, y de algunas películas, autor de la novela “Algo flota sobre el agua”, ha sido bien, y prolíficamente, traducida al español. Sus obras completas, por ejemplo, han sido editadas por Plaza y Janés, pues gozó de las mieles del éxito literario alrededor del mundo, y tuvo que migrar a los Estados Unidos, tras sufrir la censura nazi. La historia que cuenta, la de Anada, que ha sido salvada, tras ser vista flotando bocabajo en el río (“las mujeres flotan bocabajo, pudorosas”, los hombres, en cambio “de cara a las estrellas”), mantiene el enigma todavía, y no me extrañaría que fuera motivo de alguna otra adaptación. Su prosa es lineal, pero pródiga en descripciones y comparaciones un tanto alambicadas:

“En aquel instante el viejo Mihaly se irguió en la parte alta de la orilla y gritó hacia el patio:
–¡Janos! ¡Algo flota sobre el agua!

Su voz era tranquila, reposada, o por lo menos quería aparentarlo. Sin embargo, en su acento parecía estremecerse algo que atravesaba los huesos y detenía un instante el latir del corazón, pues desde hacía muchos años no había vibrado un grito así en aquellas orillas. Cada vez que algo aparecía flotando en las aguas, la vida se detenía en todas partes, y producía un extraño silencio, como si hasta el suave zumbido del viento hubiera cesado, y toda la atención se concentrara en la corriente, en la que surgía y desaparecía a intervalos algo que no podía saberse si era un tronco de árbol, una prenda de vestir vieja y abandonada, o un cadáver humano”.  

“Valamit visz a víz” (1944), fue resultado de la codirección de Gusztáv Oláh con el propio Lajos Zilahy, que también escribió el guion. En la película, Anada (Katalin Karády), tras ser rescatada del lago, es acogida en casa del pescador János (Pál Jávor), a petición de su propia esposa, Zsuzsánna (Klára Pápai), quien, tras cuidarla, pretende que le ayude en las labores domésticas e intenta que confiese la razón de su desgracia: ¿ha intentado suicidarse, ha sido un accidente, han intentado asesinarla? Pero Anada se limita a negarlo todo con la cabeza. Al principio János desconfía de Anada, pero nota que es más bella que su esposa, y sus ojos azules (Anada confiesa que es su color preferido) le obsesionan. Le pide que se vaya, si es que tiene donde ir, antes que ceder y traicionar a su mujer, a quien también ha conocido a raíz de un naufragio. János le explica a Anada que “el agua todo lo da”. Pero una parte del misterioso pasado de Anada regresa cuando, en un restaurante al que han ido en familia, ella se pone a cantar, y un hombre con sombrero de copa le envía una nota desde otra mesa. Anada se disculpa con la familia, va y se sienta a la mesa del desconocido, charlan en un “idioma extranjero”, y tienen una breve discusión. El hombre del sombrero, claramente enojado, la llama María, y Anada regresa a su mesa. Antes ha aparecido un amigo de la infancia de Janós, Gergely (Lajos Alszeghy), que prácticamente se ha metido a la casa, mientras cenan, sin pedir permiso; Janós lo reconoce como a un amigo aristocrático, venido a menos, por culpa de una mujer de nombre Emilia. Este personaje aparece desde el principio en el libro; pero en las otras películas desaparece. Janós, visiblemente celoso, trata de encarar al sujeto, pero no pasa de un intento fallido y, poco a poco, irá obsesionándose con ella, “hasta que”, por fin, “muera en su corazón”. Curiosamente, a pesar de haber sido escrita, adaptada y codirigida por el autor, esta es la versión más simple –y olvidable–, de la novela. Las actuaciones son irregulares, sobre todo las de la pareja protagonista, Karády y Jávor, que carecen de la pasión exigida por la trama. Las situaciones están poco desarrolladas, y el carácter de los personajes carece de profundidad, a excepción del interpretado por Klára Pápai, que más o menos salva las escenas en las que aparece. En cuanto a la fotografía, cualquier película mexicana del mismo periodo, debido a la belleza plástica que había alcanzado el cine nacionalista, la opaca sin mucho esfuerzo.

La comparación no es forzada, ni viene a cuento por un chauvinismo que siempre he considerado detestable, sino porque la segunda adaptación –que no un remake–, es la película mexicana, dirigida por Alfredo B. Crevenna en 1948, “Algo flota sobre el agua”, bastante superior a la versión húngara. Arturo de Córdova interpreta a Manuel, en la transposición mexicanísima del Janós original, Elsa Aguirre a la Azalea-Anada, y Amparo Morillo a la Carmina-Zsuzsánna, que tendrá que arrepentirse de su decisión de albergar en casa a la inquietante –y muy hermosa– desconocida. La pareja, con Toño (Joaquín Roche Jr.), su hijo pequeño, llegan a la aldea, situada cerca de un río, con intenciones de habitar la pobre casa paterna, pero la encuentran quemada, y la barca destrozada a hachazos por rencor, ya que el padre de Manuel siempre jugó del lado del patrón, y no del de sus compañeros pescadores. Aunque rehace su casa y, al ponerse a pescar e intentar ser cordial, saludando a los demás pescadores, todos lo ignoran.

No faltan las canciones con letras ingeniosas, que evitan el conflicto directo, es decir, para evadir llegar a los puños, en las que los habitantes de la aldea aluden al padre de Manuel, pero este, que no puede permanecer ajeno, trata de hacerles entender que: “el patrón no pesca para comer, sino que mata los tiburones para quitarse el aburrimiento”. Los pescadores, explotados, mal pagados, suponen que Manuel desea quedarse como “representante” del patrón, al igual que hiciera su padre, mientras tanto, Carmina, que escucha el tren a lo lejos, echa de menos la ciudad. Como vemos, la versión mexicana remarca una suerte de ideas socialistas, bien aunadas a su instintivo melodrama, característica del cine de la época, heredero de la Revolución mexicana, pero de las que carece el libro. 

Una noche, a poco de dormir, Toño le pide a su mamá que le cuente un cuento, “el de la sirena que sale todas las noches del río”. Agotado por la pobreza, Manuel piensa en someterse, y trabajar para el patrón, entonces, en el río nocturno, el ruido de las barcas y de los hombres, quebrando los sonidos selváticos, avisa que la empacadora ha quebrado. Se escucha la voz de Toño: “¡Alguien se cayó al agua!”, la voz va pasando de barca en barca: “¡Algo flota sobre el agua!”, en una secuencia memorable. Así hace su entrada Azalea (que en esta película flota bocarriba), a quien rescata Manuel, y quien por poco se precipita al peligroso remolino, pavor de todos los pescadores. Cuando Carmina, una vez que la muchacha ha sido llevada a su casa, al inquirir por su nombre y mirar más allá de la ventana, donde el aire mece suavemente las ramas florecidas de una azalea, es el nombre que pronuncia. Por ello, Zacarías Gómez Urquiza y Manuel Esperón compondrían, para la película, la canción “Flor de azalea”, que la actriz asumiría como suya a lo largo de su carrera.

Como espuma
que inerte lleva el caudaloso río,
Flor de Azalea,
la vida en su avalancha te arrastró,
pero al salvarte
hallar pudiste protección y abrigo
donde curar tu corazón herido
por el dolor.

Manuel, perturbado por la belleza de Azalea, intenta echarla de su casa, pero no se atreve. Pasa el tiempo, y es inevitable el enamoramiento, también los pescadores, de acuerdo a los consejos de la muchacha, terminan por aceptar a Manuel, al mejorar sus negocios al independizarse. Aparece el hermano del patrón (un personaje del que no sabemos nada, y no volverá a aparecer), que abofetea a Azalea, sin más, y la película comienza a transformarse en un típico triángulo amoroso y pasional. Una escena, la de Manuel visitando a Azalea en la choza que le han dado, la misma noche que un cardumen de robalos es localizado en el río, a la vez que la palizada arrastrada por las aguas amenaza con cerrarlo, provocando que se desborde e inunde la aldea, alcanza un alto grado de intensidad, impregnada de un erotismo implícito, antes que él se esconda tras la puerta, cuando Carmina toca, angustiada porque no ha llegado a casa.

Por momentos, la actuación de Arturo de Córdova logró conmoverme, y soltarse del mero melodrama, como lo hiciera el gran Raimu en “La mujer del panadero” (aka. El pan y el perdón; La Femme du boulanger, 1938), de Marcel Pagnol, en la que interpreta a un pobre panadero, casado con una hermosa mujer, mucho más joven que él, que lo abandona por un hombre más atractivo, aunque la bondad del panadero contraste con la aspereza del Manuel de Arturo de Córdova, o la de Edmond O´Brien en “El bígamo” (The Bigamist, 1953), con sus dos esposas, a las que ama, indudablemente, y no desea lastimar, en la obra maestra de Ida Lupino. Incluye varios números musicales (la canción se repite tres veces a lo largo del metraje), infaltables para la época, como el baile jarocho de la boda forzada de Azalea con Lalo (Rubén Rojo). A resaltar la escena en la que Manuel lleva a Carmina en barca, para ahogarla en ese Maelström mexicano, que ya tuvo un sublime tratamiento en “Amanecer” (Sunrise, 1927), cinta suprema de F. W. Murnau, que trasciende el melodrama para alcanzar el grado de tragedia, cuando el personaje que interpreta George O´Brien pretende asesinar a su esposa, interpretada por Janet Gaynor, en el mismo periplo acuático, nocturno y siniestro.  

La tercera adaptación corresponde a la película de Ján Kadár, afamado por haber dirigido “La tienda en la calle mayor” (Obchod na korze, 1965); de accidentado rodaje, la película, conocida en español como “A la deriva” (1971), y codirigida por su habitual compañero Elmar Klos, comenzó con el título “Hrst plná vody”, en idioma checo pero, debido a la invasión soviética de 1968, tuvo que verse interrumpida, reanudada tres años después, ya en Eslovaquia, para lo cual se retituló como “Touha zvaná Anada”, es decir, “Un deseo llamado Anada”, se trata de la más simbólica y compleja de las tres versiones.

János Gabaj (Rade Markovic), vive con su esposa Zuzka (Milena Dravic), mujer profundamente religiosa (elemento presente en la novela, y muy remarcado en la película), que desea, al morir, que Janós done todo su dinero a la virgen, los acompaña Petr (Janko Boldis), su hijo adolescente, cuando le avisan que Anada (interpretada por la modelo de Playboy Paula Pritchett) se ha tirado al río. El remolino (en el libro se mencionan varios remolinos, formados al azar, sin mayor relevancia en la trama, que cada película ha reforzado como elemento), el rescate, el espejo que usa la esposa de Janós (aunque en el libro es el suegro de János quien saca el espejo, y en la primera versión lo hace uno de los pescadores, de quien uno se pregunta cómo es que lleva un espejo en el bolsillo, o si le era útil para sus tareas, o por pura vanidad), para cerciorarse que Anada respira, elementos de la novela, están presentes, con la diferencia que Anada es encontrada desnuda, y en el libro lleva un vestido negro, sin nada debajo. El dinero que se pierde, y que János toma como pretexto para acusar a Anada y sacarla de su casa, se repite, como en las anteriores películas, pero en esta, János se limita a rebuscar en el cuarto de ella, sin violentarla.

La cinta, que empieza por el final, está considerada como el último título de la “Nueva ola checa” (movimiento dramáticamente interrumpido, con esta misma película), y filmada como un mosaico de pensamientos –que a veces podemos escuchar en Off–, proyectados por la psique de Janós, que habla con presencias que sólo él puede ver, bajo la forma de tres hombres, sentados alrededor de una fogata, que le acusan y le acosan, y se llaman, enigmáticamente, Gaspar, Melchor y Baltazar (le revelan que tienen por costumbre asistir a bodas, bautizos y funerales), uno de los cuales tartamudea y que, avanzada la historia, sabremos que él ha conocido en una cantina, y ha convertido en sus alter egos. Se trata de una película que hará las delicias de cualquier psiquiatra de escritorio, en la que el elemento agua (el río Danubio, ni más ni menos), representa las corrientes mentales del protagonista. También es la única que se cuenta a través de flashbacks y, podría decirse, se aventura en un viaje conradiano, al estilo de “El corazón de las tinieblas”, o de su máxima expresión cinematográfica, el “Apocalipse Now” de Coppola, con ese río “real” y externo que, al mismo tiempo, es un reflejo de lo que pasa en el flujo interior de varias mentes perturbadas, y al que se van internando, poco a poco, e irremisiblemente. Es la película que remarca, cada tanto, la naturaleza casi sobrenatural de Anada, su condición de ninfa, su encanto inconsciente, y fatal, de sirena, de “dama del lago”, como Nimue o Viviana, e incluso, de hada Melusina. Kadár y Klos no dudan en sugerir un ritual pagano, que Zuzka, mientras convalece en cama, le describe a su esposo, recordando su adolescencia en la que, hacia el final de la primavera, se vestían de blanco, como novias, de cuarenta a cincuenta chicas bonitas, y prendían fuego a un muñeco de paja, sobre un pequeño ataúd, que entregaban a las corrientes del río, siguiéndolo desde una barca, mismo que se antepone a una visión que Janós tendrá de su esposa muerta, en otro ataúd con visor de cristal, llevado por las aguas en otra barca. Paganismo y cristiano, como dos mundos paralelos, los mismos en los que se mueve el protagonista. 

En una escena anterior, Zuzka le había contado a Janós que tuvo un sueño, en el que se veía calva “como una calabaza”, que ella se explica porque, en la escuela, una vez que hubo una infestación de piojos, el profesor les ordenó que se raparan y lavaran el cráneo con petróleo. El psicologismo, como podemos ver, está perfectamente entretejido casi en cada escena. También, es la que mejor retrata la amistad entre las dos mujeres, que en la primera adaptación aparecía esbozada, y que en la versión mexicana apenas se mostraba y que, en este filme, inquieta, y remueve, en cada risa, gesto y movimiento casi lésbico de las protagonistas, que parecen compartir secretos jamás expresados, inherentes a su feminidad. Durante una comida, Anada es la única que usa cubiertos, y el flujo de pensamientos de János –que revela que se siente humillado, en su condición de rusticidad, de clase baja–, la hace verla como “a una duquesa”, y a su mujer, que come con las manos y se ensucia la cara, como a “una sirvienta”, recalca esa sensación de marginalidad, de vivir al borde de otra realidad, no sólo mágica, sino social. 

Con notorias diferencias entre una y otra, la calidad de estas adaptaciones fue subiendo, hasta alcanzar esa cierta belleza onírica en la cinta de Kadár-Klos, en la que no faltan destellos de erotismo, de los que carece el libro de Lajos Zilahy que, como obra de arte literario, es deficiente, y se inclina a explorar la angustia psicológica de su personaje, sin profundizar en el misterio, y tan sólo en el triángulo amoroso, sin explorar la tensión sexual. Y es, en este punto, en el cual la adaptación que hiciera el mismo autor copia fielmente a la novela. Estamos, claramente, ante un libro que ha sido mejorado en su tratamiento cinematográfico, cada uno de los cuales añadió una carga creciente tanto de sexualidad, como de simbología relativa al mito de “mujer que vino de las aguas”. El dúo Kadár-Klos no necesitó acentuar la condición de sirena de Anada, que en su película parece más bien una idealización del arquetipo femenino (y del cual las sirenas no son sino una más de sus expresiones), construido “cabeza adentro”, a raíz de la muerte de Zuzka. Anada, pues, según este dúo de realizadores, no sería otra cosa que la personificación del lago, un ente acogedor, que alimenta, pero también inquieta, que ofrece sustento, pero permanece ajeno a la condición de hombre, de varón, de Janós.

Con su película, Zilahy no hizo más que reseñar su libro, y reducirlo a lo esencial, traslapándolo en imágenes menos vivas que las de su prosa; Crevenna, por su parte, plasmó una serie de elementos caros al México de entonces, como parte de su educación sentimental, en una película irregular, pero estéticamente superior a la de Zilahy; en cambio, la pareja Kádar-Klos entregó –más allá de las vicisitudes de su rodaje–, una obra compleja, tanto narrativa como técnicamente, que la sitúa en el terreno del arte, que supera con mucho su original literario. Una buena muestra de buen cine, y una excelente forma de terminar con todo un movimiento: el de la Nueva ola checa, en este caso.          
          

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.