Foto: “Matrimonio en las sombras” , 1947

 

Por Pedro Paunero

-¿Actuabas según la ley? ¿Pero eras injusto? ¿No basta con ser bueno?
Maria Morzeck, al Juez Deister

La aceptación del Holocausto

“La hora fatal” (The Mortal Storm, 1940), de Frank Borzage, fue una de las primeras películas filmadas en Hollywood sobre el nazismo; antes que el bombardeo japonés sobre Pearl Harbor, obligará a entrar, de una buena vez, a los Estados Unidos en la guerra. Se trata de una película valiente, pero no más que “El gran dictador” (The Great Dictator), de Chaplin, rodada el mismo año, cuando se ignoraba el horror de los Campos de concentración. Un hecho sintomático, en América latina, fue que la película de Chaplin se prohibiera, en adhesión a los simpatizantes con el nazismo en varios países. Los ingleses se lo pensaron dos veces, antes de prohibirla, para evitar todo roce con Alemania. Pero, entonces, Inglaterra entró en el conflicto, y la película alcanzó el éxito. El mismo hecho subyace en la tardía “interpretación”, del devenir del Nacional Socialismo, en Hollywood. En “La hora fatal”, el nazismo es visto como una especie de fuerza natural —mejor dicho, sobrenatural, de ahí su título original “La tormenta fatal”—, que arrolla lo que se ponga a su paso, sobre todo a los seres humanos, que parecen convencerse por contacto. Hitler pudo verla. Y prohibió toda producción de la MGM en Alemania. Una cuestión, sumamente significativa, es que en la película jamás se menciona al judío, sino al “no ario”, y el temor de estos ante el avance imparable del nazismo. El profesor Roth (Frank Morgan), entre ellos, hombre respetado por sus alumnos, que le tributan admiración, pero que terminarán oponiéndosele, como era de esperarse, conforme sucumban al ideario de la “Nueva Alemania”. Hollywood, fundado por un número bastante alto de judíos, evitaba poner el dedo en la llaga, sin que, por esto, la película carezca de una energía que, hoy mismo, continúa denunciando el avance imparable de las ideologías totalitarias.        

La primera película alemana, de posguerra, se entiende, en plasmar la persecución —y eliminación—, de los judíos, fue “Matrimonio en las sombras” (Ehe im Schatten, 1947), de Kurt Maetzig, que pretendía confrontar al país con ese pasado que, las películas anteriores, de las que he venido hablando en los ensayos anteriores, soslayaban de varias maneras. Es importante señalar que, Maetzig, rodó esta cinta en la Alemania ocupada por los soviéticos, y que, desde 1944, pertenecía ya al clandestino Partido Comunista Alemán. Sus inquietudes lo llevaron a formar parte del grupo “Filmaktiv”, que pretendía iniciar el resurgimiento del cine germánico en el lado soviético. Terminaría formando parte de la DEFA en 1947. En 1937, mientras trabajaba para la industria del cine alemán, experimentando con el sonido, el color, y los dibujos animados, le fueron revocados los permisos, debido a las antisemitas “Leyes de Núremberg”, por su ascendencia judía materna. “Matrimonio en las sombras”, su primer largometraje, constituyó un éxito total, que vendió más de doce millones de entradas.

La película narra la historia del idilio, y posterior matrimonio, conformado por Elisabeth Maurer (Ilse Steppat) y Hans Wieland (Paul Klinger, en un principio, estudiante de arquitectura y, actor teatral, posteriormente, por sugerencia de Helmut Käutner); de carreras exitosas, hasta que se descubre que ella es judía, y la presión, ejercida por las autoridades nazis para divorciarlos (ella sería enviada a un Campo de concentración), los obliga a envenenarse, mientras recita el final de “Kabale und Liebe” (Amor e intriga), la tragedia de Friedrich Schiller, con la que se abre la película. La película es la transposición, casi perfecta, de un hecho real.  

Aunque inspirada en los eventos acontecidos al actor alemán Joachim Gottschalk, casado con la actriz judía Meta Wolff, obligado a divorciarse de ella por Joseph Goebbels y, amenazado, de lo contrario, de enviarla a ella al Campo de concentración de Theresienstadt, lo que provocó que el matrimonio, tras sedar a su hijo, se suicidara con gas doméstico, a la película fueron añadiéndose episodios de la vida personal de Maetzig. La historia movió al escritor Hans Schweikart a escribir una novela, que también sirvió de inspiración al director. La vida de Gottschalk, en la pantalla, lo convirtió en un icono masculino para las mujeres alemanas quienes, a pesar de la condena de “Damnatio memoriae”, que Goebbles quiso imponer sobre el actor, acudieron en masa, a llorarlo, en su funeral. Y, he aquí, otro de esos hechos, certificados históricamente, que ponen en duda la “culpa colectiva” del pueblo alemán. El pueblo desobedecía a Goebbels, por amor al arte del cine, y a sus entelequias: Gottschalk, y la actriz alemana Brigitte Horney, habían conmovido a su público, a través de varios papeles como pareja, y lamentaban el fin de la magia que sólo la pantalla puede ofrecer. La culpa, en todo caso, del fin de ese sueño, se debía a Goebbels.

Cuando se piensa en la obra de Maetzig, capaz de dirigir “Matrimonio en las sombras”, con una mirada tan honesta como sólo podría haberlo hecho el Hollywood más “libre”, evidenciando la feroz persecución de los judíos, resulta irónico que, para los años sesenta, se hubiese convertido en un director censurado, y que varias de sus películas fueran prohibidas, pero no por el régimen nazi, al que acusara en la historia de los Wieland, sino por el soviético. En los años 1954 y 1955, Maetzig, buen hijo del sistema, dirigió la biopic de Ernst Thälmann, en dos partes, el líder del Partido Comunista Alemán, ejecutado, en prisión, por los alemanes en 1944, y mártir del comunismo. Huelga decir que ambas cintas son, históricamente, imprecisas. Peccata minuta, si consideramos el conglomerado hollywoodesco de películas erróneas históricamente, el problema no es, por lo tanto, el cronológico o anacrónico, sino su carácter panfletario. El mismo Maetzig, en una declaración en los años noventa, dijo haberse sentido avergonzado de la excesiva idealización de Thälmann, en la segunda película. Había sido, por lo tanto, presionado por el aparato soviético para crear un mito fundacional. Incluso, el gran Georges Sadoul alabó la “humanidad” del personaje presentado en ambos filmes, pero todos sabemos que Sadoul pertenecía al partido, y que se inclinara a ello no resulta extraño. Pero, sobre todo, jamás debemos olvidar que los filmes fueron exhibidos, rigurosamente, como parte del adiestramiento mental de los jóvenes en las granjas colectivas, de aquella Alemania oriental, separada del resto por el ominoso Muro de Berlín.
   
El Muro

Cuando el presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, durante la Conferencia de Potsdam, llevada a cabo de julio a agosto de 1945, sin proporcionar más detalles, le comunicó a Stalin que tenía una nueva arma, lista para usarse contra Japón (que aún no se rendía), no fue sino la forma oficial de presentar la bomba atómica, porque, el aparato altamente complejo y sofisticado de espionaje soviético, ya le había avisado tiempo antes. Stalin se limitó a decir: “Úsala bien, contra Japón”. En esta declaración se encerraba no sólo una advertencia, sino el principio de otro tipo de “equilibrio de poder”: la carrera armamentista entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Comenzaba, así, la Guerra Fría.  

El Muro, comenzó su construcción el 13 de agosto de 1961, y cayó el 9 de noviembre de 1989. Fue una decisión soviética, con el pretexto de separar a su sector de “elementos fascistas”, que amenazaban con contaminar la República Democrática Alemana, y partía en dos la ciudad de Berlín. Al principio se erigió como un muro simple, de ladrillo, al que se añadieron alambradas por encima y, hasta antes de ser derribado, tenía ya 300 torres de vigilancia y alarmas automáticas. Pero, de “ese lado”, es decir, del lado oriental, se erigían, día a día, otros tipos de muros.

“Das Kaninchen bin ich”.

“Das Kaninchen bin ich” (aka. The Rabbit Is Me o “El conejo soy yo”, en español), fue dirigida por Maetzig en 1965. El cineasta, que parecía un buen “hijo rojo”, se enfrentó, irónicamente, al aparato censor soviético con este título. Maetzig probó, con esta obra, que era un idealista, un socialista democrático, que no dudó en estamparle al aparato estatal, no sus defectos, sino sus crímenes. La película, en un principio aprobada por los censores, terminó prohibiéndose y formando parte de un vergonzoso listado de doce, después del XI Congreso del Partido Comunista de Alemania del Este, celebrado en diciembre de 1965. Pero, un momento, seamos justos, y recordemos, también, lo que pocos años antes había sucedido en los Estados Unidos. Aquella lista negra de Hollywood. Y aquel ominoso periodo denominado “macartismo”, con su Caza de brujas.

Narra la historia de María Morzeck (Angelika Waller, bella y joven), que tiene 19 años, es mesera (en el “Vieja Baviera”), y posee grandes aspiraciones. Desea asistir a la universidad, y estudiar idiomas (eslavos) para convertirse en traductora, y agente de viajes. Pero siente que nació en el citado restaurante, por lo agotada que termina después de la jornada laboral. Un día que prepara la masa, para algún tipo de pan, al lado de la tía Hete (Ilse Voigt), llaman a la puerta. Abre, con las manos “en la masa”, dos hombres entran y le preguntan sobre las “amistades” de su hermano, Dieter (Wolfgang Winkler), ya que este ha sido arrestado; lo que nos recuerda aquel dicho hispano de “Dime con quién andas, y te diré quién eres”. La tía y María van a los tribunales, que le parecen “imponentes, fríos y pulcros”, que “lo hacen a uno sentirse como a un reo”. Lo que nos revela que lo kafkiano se volvió dos veces kafkiano bajo el comunismo. Retiran al “público” de la sala, es decir, a María y a la tía, pero no al resto de los “invitados”, por cuestiones de seguridad de Estado. No es el único problema, tiene un enamorado, su nuevo profesor de gimnasia, un hombre que no llevaba a las chicas a la cama, sino que “las arrojaba en ella”, de quien pronto se separará. Visita a su hermano en la cárcel, pero apenas pueden hablar, ya que un policía se encuentra sentado a su lado, atendiendo a cada palabra.

Dieter le pide que busque al juez Paul Deister (Alfred Müller), con quien, antes de saber quién es, tiene un encuentro casual en un concierto. Aunque María sospecha que el juez es casado, se enamora de él. Cuando le dan vacaciones, por padecer espondilosis, Deister la lleva a su casa de campo, haciéndola pasar por su prima. Cuando vemos a Deister discutir con el burgomaestre del pueblo (Helmut Schellhardt), por causa de un subversivo que entró al bar e insultó a las autoridades, donde él y María bailaban, no podemos dejar de compararlo con algún oficial nazi, por la prepotencia que demuestra. Personas como él, pensamos, sólo cambiaron de bando, en ese tiempo, y en ese lugar. Así, Deister, invocando toda suerte de asuntos legales, se niega a ayudar al hermano de María. Un día, como todos en los que ella baja saltando, gozosa, la colina desde la casa, para recibir al auto del juez, se topa con el auto de Gabriele Deister, su esposa, que ha llegado para enseñar la casa a un posible comprador. Pero las dos mujeres sortean el momento, bastante incómodo, poniéndose a hacer café, y luego jugando a disparar a una diana, con un rifle de aire comprimido. Gabriela le apunta a María, que se detiene en seco, y su voz en Off nos cuenta: “ella es la serpiente, y el conejo soy yo”.

Poco después, cuando el comprador se ha retirado, Gabriela le confiesa a María que Deister ha intentado suicidarse, por lo que toleraría el amorío que tiene con él, pero que no insista sobre el asunto de Paul. Por fin, María comprende que, tanto ella como su hermano, no sólo han sido usados por el juez (para ascender), sino por el régimen. Cuando Paul es liberado (ha tenido que cumplir toda su sentencia), pregunta a María dónde queda el Muro, si se puede visitar. En otra escena, María y la tía caminan por la calle, y vemos las paredes agujereadas por impactos de bala, aunque el proceso de reconstrucción ha sido tal que no quedan casi ruinas. En casa, Paul se entera que María ha amado al juez, mismo que lo condenó, y se va contra ella a golpes. El maquillaje no logra ocultar los moretones, pero no importa, porque ahora es “un viejo conejo sabio”, y sale a la calle, para inscribirse, por fin, en la universidad.  

La película, narrada en voz off por María, está impregnada de un sentido del humor irónico, que la sostiene, entretenida, hasta el final, a diferencia del tedio al que se entrega “Matrimonio en las sombras” (comparándolas, parecen ser obras de dos directores distintos), pero era demasiado inquisitiva, y crítica, con el régimen, como para ser ignorada, y muestra el hartazgo al que la sociedad había llegado. Y me refiero, no sólo a las situaciones mostradas en el filme, sino a las claras intenciones de reproche, por parte del mismo Maetzig, al llevar a la pantalla la novela de Manfred Bieler, autor perteneciente a la planilla del diario “Neues Deutschland” (Nueva Alemania), o “ND” por sus siglas, cuyas oficinas aparecen al fondo, en una escena. La historia de esta importante publicación se remonta a un grupo de exiliados alemanes, comunistas y antifascistas, afincados en México, que lanzaron un impreso con el título, en español, de “Alemania Libre” (o, Freies Deutschland, en alemán). La importancia histórica de “Das Kaninchen bin ich”, es indudable. “Kellerfilm” (Películas de sótano) o “Regalfilm” (Películas de estantería), fueron los términos que pasaron a designar todas las películas que el régimen censuró, y quedaron enlatadas. Estas mismas, en términos más despectivos, se llamaron “Kaninchenfilme”, o “Películas de conejos”, en alusión a la cinta de Maetzig. La prohibición alcanzó, igualmente, muchas de las cintas filmadas bajo la “Nueva Ola Checa”, varias de Polonia, que no pudieron ser exhibidas en el país, pero que sí tuvieron una exhibición a nivel internacional, y otras en la misma Unión Soviética. No cabía duda que Maetzig había hecho historia.

“En el globo de plata” (1978)
 

El año negro, para el cine de la Alemania del Este, fue el comprendido entre 1965 y 1966, en el cual los realizadores creyeron, e intentaron, una apertura más libre a través del cine, y se equivocaron. Estas obras plasmaban la realidad cotidiana, sus problemas, sus angustias, las aspiraciones de la gente. Y su franca desilusión. “En el globo de plata” (Na srebrnym globie, 1978), es una parábola sobre el totalitarismo, en un marco de Ciencia ficción, dirigida por el polaco Andrzej Zulawski, cuyo rodaje fue interrumpido por las autoridades. Lo que queda, remontado hasta 1986 por el mismo director, es sumamente poderoso, y bello. Y, sobre todo, crítico con el aparato represor.  

Meses antes de que diera comienzo la construcción del Muro de Berlín, Maetzig rodó “Un viaje a Venus” (aka. La estrella silente/ “First Spaceship on Venus”; Der schweigende Stern, 1960), una de esas producciones del bloque comunista, pertenecientes a la Ciencia ficción (se trata de una adaptación del libro “Los astronautas”, de Stanislaw Lem, el prodigioso autor de “Solaris”), que hoy están siendo redescubiertas por los fanáticos del género, aunque sí tuvo estreno en las salas de México. En “Un viaje a Venus”, la humanidad se une para enviar un cohete, en conjunto, a dicho planeta, tras el descubrimiento de una grabación venusina, proveniente de una nave espacial, en el Desierto del Gobi, relacionada con la misteriosa explosión de Tunguska, de 1908. Todas las estaciones de telecomunicaciones de la Tierra apuntan hacia Venus, cuando ya se ha descifrado el lenguaje extraterrestre, pero el planeta permanece en silencio. Se envía una nave, la Cosmokrator, destinada, en un principio, para explorar Marte, para averiguar más, en su propio mundo.

En la película no faltan los detalles utópicos, un científico ha logrado hacer comida a partir de desechos, y existe una Federación Mundial para la Exploración del Espacio, a la que ofrecen su nave los soviéticos, ya que, ante la pregunta de un reportero, responden: “aterrizar en Venus no le concierne a una sola nación. No estamos solos en nuestras decisiones internacionales. En un mundo en paz no podemos reservarnos el éxito sólo para nosotros”. El equipo internacional lo forman científicos de varios países, rusos, alemanes, chinos, japoneses, polacos, indios, africanos, entre otros. Las mujeres tienen papeles relevantes como científicas, operadoras de cámaras de televisión, o reporteras que cubren eventos, y la única astronauta, que es de nacionalidad japonesa. Estamos, como se puede notar, ante la propaganda pacifista comunista que, mientras tanto, movía sus peones en el Tercer Mundo, enfrentándose en guerras con los estadounidenses, quienes, a la vez, movían sus propias piezas, y abogaban por la paz mundial y la cooperación internacional. Un producto acorde con la Guerra Fría. No faltan, en esta historia, los desacuerdos humanos, o las anécdotas personales, como aquella cuya aventura científica “fue Hiroshima”, y a los que les ha tocado la aventura espacial, los que fueron “expulsados por los nazis”, y contribuyeron a desarrollar la ciencia en los Estados Unidos, antes de que todo el mundo se ponga de acuerdo, la nave quede lista y, por fin, sea enviada al espacio.

Hay una subtrama amorosa, que no podía faltar, muy borrosa, entre la Dra. Sumiko Ogimura (Yôko Tani), la mujer astronauta, y el Dr. Raymund Brinckmann (Günther Simon), que luego es olvidada. El descubrimiento de una civilización muerta, debido a una guerra planetaria total, de origen atómico, que se destruyó antes de poder invadir la Tierra, es un tema muy de la Guerra Fría, con la amenaza nuclear cerniéndose sobre nuestro mundo. La película ha envejecido mal aunque, y se torna monótona a partir del viaje espacial, pero resalta como una curiosidad si se quiere tener un acercamiento inicial a la obra, no sólo de Maetzig, que con este título nos revela su versatilidad, sino a la de Lem —quien, por cierto, detestó la película, pero Lem terminaba por odiar cualquiera de las adaptaciones que se hicieron en el cine, de sus libros—, antes de la magnífica película de Tarkovski.

Entretenidas, algunas más que otras, y que lograron altas cotas artísticas, estas películas, redescubiertas en el Siglo XXI, deben revisarse, analíticamente, en su contexto, como producto de su época, sin dejar, por esto, de disfrutarlas y hasta sufrirlas. Documentos, testigos, registros pero, sobre todo, piezas claves, estos filmes están marcados, o conceptualizados, por el azaroso devenir de los tiempos humanos. Se sitúan, como el Muro, entre una y otra era pero, no por ello, reflejan actitudes, creencias, o profundas convicciones ideológicas nefastas que han desaparecido del todo. Son, sobre todo, historias de advertencia, que nos hablan, a gritos muchas veces, sobre lo que pasó, lo que pudo suceder, lo que está, ahora mismo, aconteciendo, y lo que podría pasar, si no aprendemos la lección. 

 

Léase también:

Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión

Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (II) Del odio a la posguerra

Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (III) Posguerra y culpa colectiva.

Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (IV) Las Trümmerfilm: Películas de escombros.

Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (V): Los niños de las ruinas



 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.