Still de Solaris.
 

Por Pedro Paunero

Pushkin, Chejov, Dostoievski, Tolstoi, Gorki, Bulgákov, algunos de cuyos nombres se inscriben entre los mejores autores que ha dado la literatura, son censurados de las ferias del libro del mundo, -usemos mejor esa palabra actual, para remarcar esta aberración, han sido “cancelados”, y excluidos de los estantes-, la “Obertura 1812”, de Tchaikovski, ya no se incluye en los programas musicales, estudiantes son echados –tal es la palabra correcta-, de las universidades europeas donde estudiaban, incluso –si lo anterior parecía verdaderamente absurdo-, estos hechos alcanzaron el grado de delirio cuando, a los dueños de los llamados gatos “azules”, se les prohibió presentarlos en exhibiciones y concursos de mascotas.

A todos los censurados los une un nuevo pecado: ser de origen ruso. Pocos ejemplos históricos  muestran una prohibición tan drástica, aberrante, a la cultura de una sola nación, como esta. Acaso se le pueda equiparar a la quema de libros por parte de Li Si, canciller de Quin, el primer emperador de China, para que la historia comenzara a partir de ellos. No hay vuelos a Rusia, o cruceros, o viajes terrestres, y las aeronaves, transportes y trenes, no pueden salir del país. Facebook, Tik Tok, YouTube e Instagram, se han cerrado para los usuarios rusos –y todo lo que huela a ruso- e, incluso, para aquellos afincados en el extranjero, pero que son usuarios de dichas redes y plataformas de Internet. Se pueden expresar amenazas de odio, hasta de muerte, en las redes sociales, siempre que vayan dirigidas a Rusia, pero los rusos no pueden ofrecer su punto de vista, al encontrarse prohibidos, en un recuerdo oscuro, y tardío, de lo que hicieran los cristianos ortodoxos con los gnósticos, de los cuales sólo supimos a través del odio enconado de sus enemigos, sin que pudiéramos leer su propia voz, hasta el descubrimiento de los Evangelios de Nag Hammadi.

En alguna reunión de la ONU, como aquellos alumnos de primaria que condenaban a la “Ley del hielo” a algún compañero indeseado, los asambleístas, tras condenar a Rusia y a Putin, su presidente, abandonaron la reunión, dándole la espalda a la pantalla, ante el mensaje pregrabado de Sergei Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores del país. Lo hemos visto antes. Si alguien no es mujer, o negro, u homosexual, no tiene “derecho” a expresar sus puntos de vista, cuando estos atañen a dichos sujetos. 

En los juegos de Sony PlayStation la selección rusa ha sido eliminada, pero esta acción, propia del género fantástico, o del terror, tiene un reflejo aún peor en la realidad: los atletas rusos están vetados. En el juego de videoconsola, es como si nunca hubiera existido, en la vida real, existen, pero son –por usar otro término, caro a la Corrección política- invisibilizados. Esta invisibilización, este borrado, incluye a unos de los sujetos preferidos por la Corrección política que, en este caso, demuestra lo hipócrita de su conformación -en fondo y base-, cuando se les ha prohibido a los atletas paralímpicos rusos el concurso en cualquiera de las competencias deportivas internacionales. Por el contrario, la pornografía rusa –de la que se sospecha tenga vínculos con la mafia-, continúa activa en los portales más importantes dedicados a dicho negocio.

Pocos días antes de que comenzara el llamado -simplistamente- “Conflicto con Ucrania”, escribí unas palabras en Facebook, al poco de despertar:

“Las guerras del Siglo XXI serán de poco fuego y mucha tecnología: sanciones económicas y hackeos masivos, cortes en las cadenas de producción y bloqueos a las exportaciones e importaciones. El cine y la T. V. dedicado a la Ciencia ficción ofrece algunos ejemplos que van desde ese memorable episodio -como casi todos- de Star Trek, “El apocalipsis” (A Taste of Armagedon), en el cual se descubre a dos planetas enfrentados en una guerra centenaria que se libra en una pantalla, a la manera de un video juego.

Así, los “muertos” (como las “vidas” que se van perdiendo en un video juego) tienen que, efectivamente, entrar en una cámara para suicidarse realmente; los “Juegos de guerra” (WarGames, 1983), dirigida por John Badham, advertían sobre las posibilidades de intervenir -hackear- el Departamento de Defensa de los Estados Unidos poniendo al mundo al borde de la Tercera Guerra Mundial. Mientras en “El día que detuvieron la Tierra” (The Day the Earth Stood Still, Robert Wise, 1951), se mostraba un tipo de invasión extraterrestre sin igual, en el que se paralizaban las máquinas y telecomunicaciones en aras de lograr un desarme mundial, en un mensaje pacifista de ingenuidad increíble, sin embargo, el tipo de afectaciones tecnológicas mostradas serán posibles con armas electromagnéticas: toda una población se vería afectada, paralizando su cotidianidad. Matar a un general adversario -en lugar de usar rifles y francotiradores- se hará mediante el uso de drones. La advertencia es clara: la devastación será tan catastrófica como en los tiempos de buques, tanques y aeronaves bélicas”.

Estas palabras fueron superadas con creces por lo que vino después. La Filmoteca de Andalucía se negó a pasar la magistral “Solaris”, película de Andréi Tarkovski, cuando Tarkovski mismo hubo sufrido censura, en la Unión Soviética, donde pasó toda su vida. El sufrimiento de los ciudadanos de Ucrania es real –atiborran las fronteras con sus países vecinos, buscando escapar de la guerra-, pero el de los ciudadanos de Rusia no es menos real. Los centros comerciales, las tiendas, las marcas, los bancos extranjeros a lo largo del país –con todo y las transacciones electrónicas-, han cerrado sus puertas, dejando sin empleo a la gente de a pie, que vive a través de dichos empleos, o sin los medicamentos necesarios a los enfermos, que los recibían a través de importaciones de otros países. Es, pues, la persona cotidiana, en Rusia y Ucrania –en un remedo de los soldados enviados a morir, inútilmente, en “Sin novedad en el frente” (1929), la novela de Erich Maria Remarque, y en la adaptación que, para el cine, hiciera Lewis Milestone, al año siguiente- la que sufre por las decisiones de los políticos.

“Para ver al hombre invisible” (To See the Invisible Man, Noel Black, 1985), aparecido en el segundo segmento del episodio 16, en la primera temporada de “La dimensión desconocida” mostraba, proféticamente, como suele suceder con la mejor Ciencia ficción, la situación actual a través de un personaje “invisibilizado”, condenado a un ostracismo “In societas” –es decir, no exiliado, sino ignorado dentro de la misma sociedad, a quien se tiene prohibido mirar o hablar, como si no fuera visible-, un apestado, un paria. Se trata de una adaptación, por parte de Steven Barnes, del cuento original escrito por el autor Robert Silverberg, publicado originalmente en la revista “Worlds of Tomorrow”, en el número de abril de 1963, y que le debe mucho a la obra maestra del autor afroamericano Ralph Ellison, “El hombre invisible”, publicada en 1952, y ganadora del National Book Award.

Mitchell Kaplan (Cotter Smith) es condenado, tras ser declarado culpable de “Crimen de Indiferencia”, de “no mostrar sus emociones ante los demás ciudadanos” –también el Meursault, que no llora en el funeral de su madre, personaje del libro “El extranjero”, de Camus, acusaría dicho “crimen”-, a un año de invisibilidad, después de que la corte escuchara testimonios de familiares y compañeros de trabajo, que le señalaran de “falta de preocupación por los demás”. Llevará en la frente una señal –un sello con el horrible aspecto de un círculo con un reborde grueso, sobresaliente- que lo identifica como a un excluido, un alienado, como al citado Caín bíblico, a quien se puso una marca para que, todo aquel que lo viera, lo rechazara.

Kaplan supone, al principio, que “no lo molestará” un año de “invisibilidad”, y se prepara, sonriente, a asumir “un año estupendo, que no es nada para él”. Va por la calle, cuando un hombre distraído choca con él, apenas comenzando a disculparse, mira la marca en la frente de Kaplan, y a la esfera-cámara flotante, un artilugio de vigilancia –prefiguración de los drones actuales- que se acerca por el aire. Sonriente, se queda en medio de la plaza, mientras la multitud pasa a su lado, en todas direcciones, sin reparar en él. A la puerta de su oficina se topa con sus compañeros de trabajo, que le ignoran, cuando les dice que volverá al cabo de un año. Y empieza la historia de sus desgracias, a partir de una sucesión de días numerados, contados, a cual peor, en creciente sufrimiento.

En un restaurante, cuando pide asado, el empleado francamente hace como si no estuviera ahí, por lo cual, Kaplan salta sobre el mostrador y se sirve él solo, desafiante. Se sienta frente a un niño, que le explica que es el lugar de su mamá, pero que puede ocupar un lugar vacío, del otro lado. Una mujer le hace ver al niño la marca en la frente de Kaplan, lo que provoca que el pequeño baje la vista. El día 41 tiene un encontronazo con otro hombre invisible, mientras sale de una licorería; ambos se miran, sonrientes y ansiosos, hasta que una de las esferas se acerca. Kaplan se aprovecha de su situación –esto ya lo hemos leído en “El hombre invisible”, la novela pionera de H. G. Wells-, entrando a un Spa y mirando a las mujeres desnudas, que no obstante, se cubren con las manos, avergonzadas, lo que provoca que, Kaplan, también se sienta avergonzado de su proceder, y abandone el lugar.

“Para ver al hombre invisible”.
 

En la soledad de su departamento, prueba a ponerse un sombrero que le oculte la marca, pero el sombrero sufre una quemadura circular, justo en el lugar que él tiene el signo que le aliena de los demás. El día 106, un ciego ocupa el lugar frente a Kaplan en el restaurante, y entabla una conversación, llamándole “amable” y dándole la mano, haciendo observaciones sobre la comida, y siendo convidado por Kaplan a comerse la suya. Una mesera le indica su estado existencial al ciego, y este le llama “maldito”, a la par que se aleja, disgustado. El día 182, “celebra” los seis meses de invisibilidad en un restaurante caro, que nunca pudo pagarse, y se propone a disfrutar del cómico que ofrece el show. Pero una luz cegadora, proveniente del fondo, y que le da de lleno en la cara, le impide todo gozo. Kaplan sale a las calles, y encuentra a una “mujer invisible”, con quien intenta charlar, “arriesgándose a otro año de invisibilidad”, a cambio de una sola palabra. La mujer escapa, mientras Kaplan se desploma, llorando y suplicando “háblame”. El día 229, se encuentra con dos ladrones de autos, que lo ignoran y continúan su faena, para luego atropellarlo intencionalmente.

El invisible buscará ayuda, a través de una tele consulta, mal herido, desde su casa, pero la chica de la pantalla le exigirá un reconocimiento facial –él mantiene la vista baja-, por lo que debe mostrar la cara completa para acceder a su archivo. Una vez que la enfermera ve el sello, se apaga la pantalla. Kaplan sobrevive, y se despierta el día 365, acicalándose, cortándose el cabello, cuando un par de agentes, que llevan el dispositivo que le quitará la marca, se presentan en su departamento.

Al principio ignoran sus preguntas –“¿es hoy?” “no sabía que había pasado un año”- pero, en cuanto le retiran la marca de la ignominia –como aquella “A”, de adúltera de “La letra escarlata”, el cuento de Nataniel Hawthorne-, la actitud de los agentes cambia radicalmente, sonriéndole y preguntándole: “¿Cómo se siente, ciudadano?”. Kaplan se toca la frente, y se mira al espejo. “No hay cicatriz”. “Claro que no –responden los agentes-, ya le ha pagado a la sociedad. ¿Vamos a tomar un trago?”. Kaplan deniega, pero el rostro de los agentes le indica que no puede ser indiferente a dicha invitación. “Es una tradición”. “En ese caso no quiero ser poco sociable”. Al paso de cuatro meses, se encuentra con una vieja compañera del trabajo, que le confiesa que el resto de compañeros no ignora donde estuvo todo el año pasado, y lo difícil que debió ser, pero que se nota que se ha convertido en una mejor persona. Tras despedirse, se encuentra con la mujer invisible que, alguna vez, lo ignoró a él mismo. “¿Qué tal, me recuerdas? No te vayas –suplica ella, pegada a su espalda-. Dime algo. Dime que estoy aquí, que existo. ¿Cómo puedes tratarme así, ahora? ¿No tienes misericordia? ¿Cómo puedes ser indiferente?”. Kaplan intenta ignorarla, pero la empatía –por haber vivido aquel estado impuesto para ganarse un sitio en dicha sociedad-, lo lleva a abrazarla, a la vez que ella llora sobre su pecho, y él la consuela: “¡Tú no eres invisible! Yo te veo, yo puedo verte”, mientras las esferas-vigía descienden, amenazadoramente: “Ciudadano, se le ordena cesar su actividad inmediatamente. Está violando la ley ciudadana 24824, el contacto de cualquier especie con una persona que lleva el sello de invisibilidad. Cese su actividad inmediatamente”. Pero Mitchell Kaplan, ha “aprendido la lección, demasiado bien”, por lo que volverá a ser castigado, pero “esta vez llevará el sello de invisibilidad enmarcado en la gloria”.                

Es, entonces, a través de esta conducta de los demás hacia Kaplan, que se le ha condenado a “no existir”, aunque exista, y su “invisibilidad” sea, después de todo, un acto de “no verlo”, de “no voltear a verlo”, de manera voluntaria, aunque se sepa que está ahí. Los personajes del cuento de Silverberg y la adaptación que, para la T. V. hiciera “La dimensión desconocida”, son sujetos morales, que obedecen –dan por hecho- que, la condena de Kaplan es justa, sin cuestionar la naturaleza misma de dicha “justicia”, pero exigen una lectura ética, como asumimos que debe hacerse -al tratarse de una obra inscrita en la filosofía existencialista-, desde las líneas iniciales, con la novela “El extranjero”, de Camus.     

El cuento de Silverberg funciona al revés –como si fuera su reflejo “desde el otro lado del espejo”- del cuento “El hombre de la multitud” (The Man of the Crowd, 1840), de Edgar Allan Poe, que escribiera tras un viaje a Londres (la deshumanizada megalópolis de su tiempo), y que comienza con aquella cita del moralista francés Jean de la Bruyère, que dice: “Qué gran desgracia la de no poder estar solo”, en el cual el habitual personaje-narrador del autor, reflexiona sobre la soledad de cada persona en una ciudad atestada de habitantes. Al final del cuento dicho narrador, que sigue obsesivamente a un anciano, a quien denomina “el hombre de la multitud” –acaso su “alter ego”-, lo mira de frente, pero este pasa de largo, por lo que, suponiendo que se trata de un criminal –lleva una daga bajo la capa-, su condena –como la de Caín en la Tierra de Nod- sería explicada como la de un errabundo físico, pero también espiritualmente.

Todas estas obras han reflejado, desde hace tiempo, este acto inhumano, post moderno e hiper moderno (como lo calificara Lipovetsky), líquido, en una sociedad líquida (como la denominara Bauman), de invisibilizar –como antes lo fueran los homosexuales, los negros o los indígenas- de manera políticamente correcta (irónica y cínicamente) a una parte de la humanidad –en esta ocasión le ha tocado a Rusia, ¿a quién o a qué le tocará después?- que, como aquellos parias de antaño, carecen de culpa, o pecado, o conciencia política, pero sí sufren de ese “Crimen de indiferencia”, de esa condena del “hombre invisible”.

Debemos hacer una lectura ética, alejada de la moralina políticamente correcta, de la censura –la “cancelación”- con todo lo ruso, si no queremos precipitarnos –parafraseando al director mexicano Alejandro González Iñárritu-, en el más profundo genocidio cultural. El pueblo, el ciudadano -en una palabra, el ser humano-, no debería juzgarse como parte integrante de una inexistente “culpa colectiva”, pues esta no existe, sino el individuo y sus acciones individuales, si no queremos cometer el mismo error al que fuera sometido el pueblo alemán, al asumir que, las decisiones de los políticos, eran compartidas por la población en su totalidad, después de la Segunda Guerra Mundial, misma que tuviera su origen en las crueles sanciones a las que fuera sometida Alemania, tras el Tratado de Versalles. Mientras tanto –en el paralelo en el que se desarrolla este nuevo “Tratado de Versalles”-, se sigue derramando la sangre.

Y se siguen cancelando carreras y obras y vidas.

Véase también:    
“Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (III). Posguerra y culpa colectiva” por Pedro Paunero.
 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.