Por Pedro Paunero
De entre toda la paja pop que inunda Netflix me he enganchado con tres series, “Star Trek, Discovery”, “Perdidos en el espacio” y “Troya, la caída de una ciudad” (Troy: Fall of a City, 2018). Las dos primeras son abundantes en entretenimiento y, en un susurro, lo confieso, soy lo que se denomina (sí, en términos poperos) un “Trekkie”, un fan de “Star Trek”, por lo que sé apreciar estas re-visitaciones y revisiones de aquellas series míticas. Pero… los tiempos que corren abundan también en ridiculeces en cuanto a corrección política. “Star Trek, Discovery” sabe cómo adecuar sus capitanas interestelares a la trama, aunque “Perdidos en el espacio” tenga que explicar por qué el personaje de Judy, la hermosa rubia de los años 60s, en la serie original, ahora sea una adolescente negra porque ha sido “adoptada” por los Robinson en la serie del Siglo XXI, que, encima de todo, se traen entre sí un peso más grande que la piedra de Sísifo, ese “proceso de divorcio”, engorroso, que pareciera les es necesario a los guionistas estadunidenses para que una historia funcione, no importa que sea en la Tierra, la superficie de otro planeta o al borde del fin del mundo, y sobre la cual me referiré en breve. Pero el colmo llegó con esta adaptación de la “Ilíada” y los mitos griegos que cuenta más el punto de vista de los troyanos que la célebre “Ira de Aquiles” homérica.
Para empezar debo confesar mi asombro en cuanto a adaptación para la pantalla: es la única que incluye el Juicio de Paris, aquel episodio mitológico que provocara Eris, la diosa de la discordia, con la manzana y su entrega a la diosa ms bella, el sacrificio de Ifigenia para amainar el temporal y que los barcos puedan partir, y al deforme Tersites, personaje repelente que muere a manos de Aquiles cuando se burlara de su embelesamiento por el bellísimo cadáver de la amazona, pasajes del mito o personajes de las variantes del mito que siempre habían permanecido fuera de la pantalla. Detalles arqueológicos como los supuestos tronos micénicos (de la Esparta micénica de Menelao) son incluidos aquí, aunque debo apuntar que, arqueológicamente se duda, incluso, que esa silla estilizada de piedra sea un trono verdadero. Se lo ha denominado trono, desde que Heinrich Schliemann, más aventurero que arqueólogo y antes soñador que científico, los descubriera y que en el segundo capítulo de la serie son mostrados en todo su sencillo esplendor. Detalles sólo conocidos por aquellos bien enterados del corpus mitológico, como que el otro nombre de Paris es Alejandro y que fue criado por un pastor, cuando era de estirpe real, y con los que gozamos, plenamente, viéndolos plasmados en la pantalla, así como la inclusión, que no dudo que sea una concesión feminista, de las Amazonas luchando en pro de los troyanos pero que sí pertenecen al conjunto, muchas veces confuso, del mito, o a algunas versiones tardías del mito, en los cuales se narra el duelo entre la reina Pentesilea (interpretada por Nina Milner en la serie) contra Aquiles, y que se remontan a la leyenda que escribiera el poeta Quinto de Esmirna en el Siglo III, también se nos presentan de manera espectacular. Otro detalle delicioso es la caracterización del actor David Threfall como el rey Príamo de Troya, con una barba blanca y un extraño bigote negro terminado en puntas.
Se nota que los guionistas han hecho su tarea, pues se basaron en la supuesta “Máscara [mortuoria] de Agamenón”, que realmente presenta a un personaje bigotón y con los ojos cerrados, estampado en oro, y que el soñador Schliemann también contara como parte de sus descubrimientos, y que hoy se duda seriamente que perteneciera a aquel rey. No importa que los personajes estén intercambiados. Lo importante es el afán de verismo histórico que se transparenta. En cambio, las actuaciones entre los personajes que deben formar parejas amorosas no son empáticas y carecen, por consiguiente, de pasión. Paris (Louis Hunter) aparece más varonil que en el mito, aunque, eso sí, tan despreocupado como en las historias que de él conocemos y que ya había tenido en Orlando Bloom, en la “Troya” de Wolfgang Petersen (2004), con su aspecto delicado y hasta afeminado, a un intérprete más idóneo. Y la herejía, que lejos de escandalizarme, ya me es motivo de risa por los extremos a que hemos llegado con el asunto de la cuota racial, detrás de la cual no hay sino una abismal hipocresía, es la que constituye la inclusión de actores negros en roles principales, por ejemplo, Néstor de Pilos, ¡Patroclo! ¡Eneas! ¡Aquiles! y ¡el padre Zeus!, interpretados por Peter Butler, Lemogang Tsipa, Alfred Enoch, David Gyasi y Hakeem Kae-Kazim, respectivamente o una Helena de Troya blanca pero de cabello negro, interpretada por Bella Dayne. Aquellos que crecimos con los dulces versos de Safo recordaremos sus divinales líneas:
“…y cuando te miro de frente creo que jamás Hermíona fue tan bella y que no está mal que a la rubia Helena yo te compare…”
Y con todo esto, la misma actriz adolescente que interpreta a Hermíona (Grace Hogg-Robinson) es más bonita, que no hermosa, que su supuesta madre, que debía ser “la mujer más bella del mundo” o acercársele un poco. ¡Herejía, herejía! Sí, como varios puristas, yo también me escandalicé. Un poco. Luego recordé cuatro bellas adaptaciones literarias: el “Mahabhárata” de Peter Brook que, en aras de su teatralidad, incluía un amplio reparto de actores negros y uno podía leer esta transgresión como un acto puramente artístico, sumamente lejano y ajeno a la corrección y revisionismo actuales y “Las troyanas”, “Ifigenia” y “Electra” de Michael Cacoyannis, con las cuales no he podido evitar comparar esta serie, sólo para ver resaltadas las cualidades de unas u otras. Sí, ya antes alguien se había ocupado de explorar los sentimientos y aflicciones del lado de los perdedores troyanos y este no fue otro que un griego, Eurípides, en el 415 a. C.
No puedo, a pesar de esto, dejar de recomendarla. Toda película, toda serie, cualquier obra, no puede escapar a las limitaciones de su autor en cuanto a su tiempo y su espacio. Dentro de varias décadas leeremos “Troya, la caída de una ciudad”, como un producto no de Homero, sino de las corrientes ideológicas que imperan a principios de siglo. Recordemos, a propósito, esa maravillosa, pero fallida, versión afroamericana del libro clásico de Frank Baum, “El mago de Oz”, titulada simplemente “El mago” (The Wiz), dirigida por Sidney Lumet en 1978, que conjuntaba un reparto genial de actores negros: Diana Ross, Michael Jackson, Nipsey Russell y Richard Pryor. Una fantasía aún más surreal, y asombrosa, que el lejano clásico de Víctor Fleming, con la cual se podía gozar y soñar, aparecida una década después de las luchas que dieron como resultado el final de la segregación racial en los Estados Unidos.
En cuanto a la serie que nos ocupa, lo confieso, me emocionó ver a las diosas tomando partido, moviéndose de manera impertérrita en medio de los guerreros al tiempo que van nombrando a sus paladines y les “bendicen”, mientras ese padre Zeus negro permanece sentado, sin querer intervenir. No hago caso de las explicaciones pueriles que se han dado para justificar este reparto: que los personajes bien pueden ser etíopes porque era uno de los pueblos negros con los que el mundo egeo tendría contacto en aquellos tiempos o que los dioses pueden tomar la forma y el color de piel que deseen a voluntad y otras zarandajas. Aquí lo que me importa, como helenista, pero también como cinéfilo, es la sensación épica que esta serie me ha hecho despertar. Salvando muchas distancias, brechas generacionales e ideologías y optando por dejarme llevar por la sensación (los “Juegos de tronos” no me hacen cosquillas), he revivido aquellos sentimientos dormidos desde que era niño, cuando vi por televisión otra serie de la BBC, “Yo, Claudio”, quizá la mejor serie de la historia, basada en hechos históricos, por supuesto, adaptada de las novelas de mi admirado Robert Graves, y que pasaran en los lejanos años ochenta en la televisión mexicana. Esto es “Troya, la caída de una ciudad”, en paralelo con aquella emotiva versión de Petersen con su Aquiles con cara de Brad Pitt: pura emoción pop acorde a los tiempos que vivimos. Homero, como Shakespeare, son adaptables a cualquier época, pero permanecen, en esencia, imperturbables, como ese Zeus negro, dándole la espalda a la guerra mientras el mundo arde.