Por Pedro Paunero
En el listado de este año (el séptimo) recordamos los títulos pioneros de varios subgéneros que han ido conformando el género del terror, entre estos, el Gran Guiñol, cuya estética, proveniente del teatro, pasara al cine durante sus primeros años y, posteriormente, impregnara con una estética efectista este tipo de cine. Como indudable maestro, e iniciador de varios sub géneros, el nombre de Mario Bava se lleva varias entradas de la lista. No haría falta mencionar que este listado es parcial, si no fuera porque podrían echarse en falta los títulos pioneros del cine de zombis o el eco terror, por ejemplo, pero estos han sido ya tratados en otros artículos y ensayos que pueden buscarse y leerse en el archivo de otros años de Correcamara.com.
La mansión del diablo (Le Manoir du Diable, Georges Méliès, 1896)
Un castillo medieval, un murciélago gigante que se transforma en el diablo, fantasmas, esqueletos, el demonio Mefistófeles y Jeanne d’Alcy, esposa de Méliès, brotando de un caldero de brujas.
El cine tenía un año de edad cuando Georges Méliès, padre de los efectos especiales, rodó este brevísimo cortometraje (3 minutos de duración), con el que no sólo funda el cine de terror, sino el de vampiros e, incluso, se adelanta a la novela emblemática del subgénero, “Drácula”, que Bram Stocker publicaría dos años después. Faltaban cuatro años para que, el mismo Méliès, se convirtiera en pionero, igualmente, del cine de Ciencia ficción, con una de las joyas del cine de todos los tiempos, su afamada “Viaje a la luna” (Le Voyage dans la Lune, 1902).
Frankenstein (J. Searle Dawley, 1910)
J. Searle Dawley adapta, muy libremente, la legendaria novela de Mary Shelley, en la cual su Frankenstein (Augustus Phillips) descubre “los secretos de la vida y de la muerte”, pero la maldad que anida en su cerebro le impele a crear un monstruo (Charles Ogle), en esta primera cinta sobre la obra, rodada no para ser exhibida en el cinematógrafo sino en el Kinetoscopio, esa especie de cabina individual, que tenía adosado un visor por encima, invento de Edison, que sería el productor de la película.
El monstruo, en este caso, surgirá de un caldero, al que Frankenstein ha añadido puñados de polvos alquímicos y, en una toma en tiempo invertido (valiéndose de un muñeco con armazón interno, al que se prendió fuego), se ve brotar al monstruo, primero como un esqueleto, al cual, poco a poco, se va añadiendo la carne. Pronto, Frankenstein reniega de su “creación malvada” y se lo ve de vuelta con su amada, Elizabeth (Mary Fuller). El monstruo lo sigue hasta su casa y descubre su propia fealdad al mirarse a un espejo, renegando de sí mismo.
La criatura visita a su creador en su noche de bodas y, tras darle un susto de muerte a Elizabeth, huye, sólo para regresar después y, tras mirarse al espejo, atravesarlo, al tiempo que Frankenstein se mira en su superficie bajo la apariencia del monstruo como si fuera su alter ego. Finalmente, la criatura desaparece en el fondo de azogue y Frankenstein puede, por fin, caer en brazos de su amada.
El palacio de las maravillas (The Show, Tod Browning, 1925)
Denominado, con justa razón, el “Edgar Allan Poe” del cine, Tod Browning rueda “El palacio de las maravillas” tras asistir a una de las funciones de la gira americana, durante el año de 1923, del Teatro del Grand Guignol francés. Un elemento recurrente en las puestas en escena de dicho teatro, la decapitación, aparece en show sobre Juan el Bautista del título de este melodrama que cuenta la historia de un enredo amoroso, con un trasfondo de espectáculo de feria, con falsos fenómenos incluidos, y una atmosfera criminal.
Pieza clave de Tod Browning, rey del Gran Guiñol, cuyos elementos desarrollaría después en obras como la magistral “Garras humanas” (The Unknown, 1927), la perdida “La casa del terror” (London after Midnight, 1927), la celebérrima “Drácula” (1931), o en su obra maestra –que tanto influyera en el cine de fenómenos de circo- “Freaks” (1932), así como en la tardía “Muñecos infernales” (The Devil-Doll, 1936).
El legado tenebroso
(The Cat and the Canary, Paul Leni, 1927)
Annabelle West (Laura La Plante) hereda una fortuna y una mansión de su tío Cyrus pero, en cuanto se muda a la casa con todo y familia, para asistir a la lectura del testamento, una presencia extraña comienza a infundirles terror. Mientras tanto un loco peligroso, conocido como “el Gato”, se fuga de un asilo y se refugia en la casa. ¿Quién se esconde tras los sucesos misteriosos de la Casa West y, sobre todo, por qué trataría de evitar el recibimiento de su herencia?
La película que Paul Leni dirigió, de un guion y una obra de teatro de John Willard (1922), se distingue por haber llevado la estética del expresionismo alemán en Hollywood. No sólo se la considera como el fundamento del célebre, popular y prestigiado cine de terror de la casa Universal, sino que fue la primera en tratar el tema de la herencia maldita (una casa, de la que sus herederos no pueden hacerse debido a los continuos sustos, y misterios, que en esta se experimentan), e introduce el elemento del loco escapado del manicomio que se esconde, peligrosamente, en una mansión.
Ambos temas (entre estos, el de la casa embrujada) han sido copiados hasta la saciedad, tanto en innumerables películas de terror que le siguieron, como en dibujos animados, comenzando con una aventura de Mickey Mouse y su novia Minnie, de Walt Disney, hasta en un relevante título del cine mexicano, “Cada loco con su tema” (Juan Bustillo Oro, 1939), dejando huella, así mismo, sobre la trama de “Diez negritos” (And Then There Were None, publicado en 1939), una de las mejores novelas de Agatha Christie. También, se trata de una historia arquetípica en las tramas de Scooby Doo.
M, el maldito
(aka El sátiro de Düsseldorf/El vampiro de Düsseldorf, Fritz Lang, 1931)
En el mejor papel de su vida, Peter Lorre interpreta a Hans Beckert, asesino que, cuando se acerca a sus víctimas infantiles, antes de aparecer a cuadro en pantalla, silba la tonada de “En el salón del rey de la montaña” de Edvard Grieg (en realidad quien silbaba era la célebre Thea von Harbou, esposa y guionista de su director, Fritz Lang). En una de las escenas, que aún causa escalofríos, lo vemos acercarse a una niña y, en la siguiente toma, sólo vemos el globo de la pequeña subiendo al cielo.
Claramente inspirada en la vida criminal de Peter Kürten, violador y asesino de niños, esta prodigiosa película de Fritz Lang es importante históricamente no sólo por presentar la figura del psicópata y asesino serial en el cine, sino por su técnica y avances en la narrativa cinematográfica, con elementos que se volverían comunes en todo el Cine negro y el policiaco, como mostrar la investigación que realiza la policía a la par que la vida del asesino, los recortes de prensa y la paranoia despertada en el público; e introduce la escabrosa idea –presente en clásicos que van desde “Psicosis” de Hitchcock, a películas recientes como “Guasón” de Todd Phillips-, del asesino como patético enfermo mental, que logra crear una empatía con el público, o del psicópata que, al ser una víctima de una sociedad igualmente enferma (que cataliza su oscuridad interior), se venga de esta de forma sangrienta.
El malvado Zaroff
(Most Dangerous Game, Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932)
“El malvado Zaroff”, adaptación de un cuento de Richard Connell, autor nominado a un premio Oscar por el guion de “Meet John Doe” de Frank Capra (1942), presentaba en el cine un argumento horripilante: el asesinato como respuesta al hastío existencial. Se trata de la misma idea que sostiene las tramas de las películas “Hostal” (2005), de Eli Roth; el sexo, por muy torcido que sea, resulta ya insatisfactorio, así que se busca la experiencia extrema, la de asesinar sádicamente, y sin ningún tipo de trabas, en medio de una sociedad corrompida hasta la médula que permite tales aberraciones, con lo cual Roth creaba un sub género controversial: el “Gorno” (neologismo proveniente de los términos “Gore” y “Porn”, conocido igualmente como “Torture Porn”). En el caso de este clásico, Zaroff (Leslie Banks, actor con parálisis facial parcial y cicatrices, resultado de haber servido durante la Primera Guerra Mundial, y que le venían bien a sus papeles de villano), cazador cansado de perseguir animales, se las ingenia para hacer llegar personas a su isla privada y darles caza.
Se trata de una cinta pionera del cine de psicópatas, y su influencia es notable sobre cualquier película sobre cacerías humanas, por ejemplo en la trama de “El sobreviviente” (The Running Man, Paul Michael Glaser, 1987), pasando por las películas japonesas sobre la “Battle Royal” (Kinji Fukasaku, 2000), hasta la saga más actual sobre “Los juegos del hambre” (The Hunger Games, Gary Ross, 2012).
El lobo humano
(aka El hombre lobo de Londres/El lobo humano de Londres; Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)
Las leyendas de hombres que se convierten en lobos son tan antiguas como “El Satiricón”, esa obra maestra de la literatura latina, precursora de las novelas picarescas, escrita por Petronio (n. 14 a 27, obligado a suicidarse en 65 o 66 de nuestra era), el “arbiter elegantiae” de la corte de Nerón, en la que se cuenta la historia de un soldado romano que se convierte en lobo, al poco de internarse en un cementerio, durante el “banquete de Trimalción”, afamado pasaje de la obra en la que se describe la opípara, y de mal gusto, comida que ofrece un nuevo rico romano. Mucho antes, la mitología griega ya se había ocupado de la licantropía en la historia del rey Licaón de Arcadia, que le diera nombre a todo un fenómeno.
“El lobo humano”, cinta que quedaría sepultada en el olvido cuando George Waggner dirigiera a Lon Chaney Jr. en una arquetípica actuación, la de “El hombre lobo” (The Wolf Man) en 1941, narraba un cuento pseudo científico como parte central de una aventura exótica. El doctor en botánica Wilfred Glendon (Henry Hill), se encuentra en el Tíbet, en busca de una planta extraña, la “Mariphasa lumina lupina” (que se puede traducir literalmente como “flor de lobo fosforescente”), cuando es atacado por una criatura que lo muerde antes de escapar. La visita de un enigmático Dr. Yogami (Warner Oland), le develará las propiedades de la planta como un remedio temporal contra la licantropía, antes que él mismo se convierta en la temible bestia y empiece a matar.
Se trata del primero, y muy imperfecto, título que incluye a un licántropo como personaje principal.
El monstruo adolescente
(Teenage Monster, Jacques Marquette, 1958)
Jim Cannon (Jim McCullough Sr.) y su pequeño hijo Charles (Stephen Parker), se dirigen a las labores cotidianas de su mina de oro cuando, intempestivamente, un meteorito cae en las inmediaciones, matando a Cannon e hiriendo a Charles quien, diez años después, aparece convertido en una especie de Hombre lobo con mentalidad infantil, que sólo obedece a su madre, quien lo mantiene encerrado en una habitación, aunque a veces se escape, y entonces mate, estrangulando, a quien se le ponga enfrente y que se ve carcomido por los celos que el Sheriff Bob Lehman (Stuart Wade), pretendiente de su madre, le provoca. Cuando la frívola Kathy North (Gloria Castillo), lo descubre y Charles se enamore de ella, obligando a su madre a pagarle grandes cantidades de dinero (en la mina es descubierto un filón de oro) para que mantenga la boca cerrada y haciéndola una especie de sirvienta cara, esta no dudará en hacer de Charles objeto de su venganza para con el tipo que la trató mal.
Aun con una serie de títulos relevantes, como el serial “The Phantom Empire” (Mascot Pictures Corporation, 1935), sus pésimos diálogos y peores actuaciones, un maquillaje de teatro estudiantil y una voz de “monstruo” que provoca risas, “El monstruo adolescente” (única película de Marquette como director, quien había producido “Attack of the 50 Foot Woman”) reclama con ser una de las películas pioneras del “Weird Western”, cuyas tramas, situadas en el Oeste americano, vaqueros incluidos, contengan elementos extraños, terroríficos y de ciencia ficción.
¿Qué fue de Baby Jean?
(What Ever Happened to Baby Jane? Robert Aldrich, 1962)
Gran Guiñol puro, con dos estrellas que se tiran de los pelos dentro y fuera del plató, y a quienes se les reconocería como a las “Damas del Gran Guiñol”. Es la cinta clave del subgénero del “Psycho Biddy” o “Hagsploitation”, al que ayudó a formar, es decir, ese subgénero esperpéntico por antonomasia en el que dos ancianas, por lo general emparentadas entre sí, viven en una mansión venida a menos y se enfrentan entre ellas, o a una amenaza externa, mientras van revelando todas sus miserias humanas.
“¿Qué fue de Baby Jane?” enfrentaba violentamente a las hermanas Huston, Blanche (Joan Crawford) y Jane (Bette Davis), una de ellas, Blanche, en silla de ruedas, y la otra avejentada y maquillada de manera grotesca, enloquecida y odiando a su hermana, en la casona comprada con el dinero que dieran las ganancias de una película de la primera, mientras sueña con reinterpretar el papel infantil que la llevara a la fama. La película es famosa no sólo por la historia extraordinaria que cuenta, sino por el odio verdadero que ambas actrices se tenían en la vida real. Debemos, pues, tomar a “¿Qué fue de Baby Jane?” como ejemplo cinematográfico del profesionalismo de este par de señoras, que no perdieron la oportunidad de enfrentarse en un duelo de actuaciones, del cual salió mejor parada Bette Davis.
El subgénero ofreció la oportunidad a varias actrices veteranas de reiniciar, por lo menos momentáneamente y en la breve duración del mismo, sus carreras estancadas, como un legado de la gran actuación de Gloria Swanson, como Norma Desmond, en el perfecto Noir “El ocaso de una vida” (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder, con la actriz interpretándose a sí misma, como una leyenda de Hollywood olvidada, recluida en su mansión, loca perdida y que pasa, una y otra vez, sus viejas películas en una especie de santuario añejo, mientras sueña con la gloria pasada y asesina, de paso, a un guionista ambicioso.
Renata Adler, del New York Times, en su crítica al Psycho Biddy de 1968, “The Anniversary” (Roy Ward Baker), producido por la legendaria casa británica Hammer, lo definió como “el género de la momia filicida de la actriz mayor aterradora”, aunque se refería, por supuesto, inequívocamente a la película de Aldrich.
La rivalidad de estas grandes actrices, durante la producción, fue recreada en la serie televisiva “Feud” (2017) de Ryan Murphy, rodada para la cadena FX.
Blood Feast (Herschell Gordon Lewis, 1963)
Primera cinta “Gore” de la historia, con la dirección de Gordon Lewis, el hombre que se atrevió a “experimentar con la repugnancia, incomodidad y el mal gusto”, según una crítica. Lo llamaron “el padrino del Gore” y sus películas son un cúmulo de malos efectos prostéticos, malos guiones y diálogos y todavía peores actuaciones. Y es que, en la cabeza del señor Gordon Lewis, esto no tenía importancia, sino sólo llevar las cosas más allá, presionando los límites del Gran Guiñol (que en el escenario ya mostraba desmembramientos y destripamientos), hasta exhibir lo jamás visto antes en el cine.
“Blood Feast” contaba la disparatada historia del gastrónomo Fuad Ramses (Mal Arnold), que mata bellas mujeres, amputándoles algún miembro, para ofrecérselo a la diosa egipcia Ishtar, en sacrificio. Cuando a una mujer se le ocurre contratar sus servicios para la fiesta de su hija, a Ramses no se le ocurre otra cosa que servir un banquete que nadie ha servido en cinco mil años, con las predecibles consecuencias.
La película, que costó unos cuarenta mil dólares, recaudó cuatro millones en taquilla, tras unos cuantos años.
Seis mujeres para el asesino
(Sei donne per l’assassino, Mario Bava, 1964)
Si bien Mario Bava, padre de varios subgéneros del cine de terror, había dado ya, en la película “La muchacha que sabía demasiado” (La ragazza che sapeva troppo; aka The Girl Who Knew Too Much; 1963), cuyo título ofrecía un homenaje -a la vez que la explotaba-, a la cinta de Hitchcock “El hombre que sabía demasiado” (The Man Who Knew Too Much, 1934, remake del propio Hitchcock del año 1956), varios de los elementos que aparecerían en lo que terminaría denominándose como “Giallo”, sobre todo como una versión italiana de los “Whodunit” británicos, no será sino con “Seis mujeres para el asesino” (aka Blood and Black Lace) que definirá sus características: varias mujeres asesinadas (en este caso modelos de una agencia), por un misterioso enmascarado, de quien vemos apenas indicios, como la mano enguantada portando el arma, y la atención a los detalles escabrosos, en una trama truculenta que, al refinarse el género, convertirá en estética su atención por dichos detalles.
Heredero extraordinario del Gran Guiñol, que ponía énfasis en el cómo y no el porqué del asesinato, y en el cuerpo humano como títere de las bajas pasiones, el Giallo (“amarillo” en idioma italiano, debido al color de las portadas de las novelas baratas que publicaban dichas historias), elevaba el suspenso y la muerte hasta una estética artificiosa, y deleitable, que tendría en Dario Argento a su máximo exponente.
Bahía de sangre
(Ecologia del delitto/Reazione a catena; aka Carnage/Twitch of the Death Nerve/Blood Bath, Mario Bava, 1971)
“Slash” (“cortar” o “acuchillar”, en inglés) será la palabra que originará el término “Slasher” en los Estados Unidos. “Bahía de sangre” traslada el Giallo un escalón más arriba en la violencia gráfica y el derramamiento de sangre. No hay aquí tanta estética sino decisivo Gore y todas las víctimas morirán por algún tipo de arma punzo cortante, ya fueran lanzas, tijeras, hachas o cuchillos curvos, en medio de un paisaje hermoso.
Esta es la cinta modelo para todos los Slashers estadounidenses que la sucedieron, cuya característica americana, después de todo, será una incisiva reiteración moralina: Un grupo de muchachas entregadas a la droga, sexo y diversión, asesinadas en serie, a excepción de la denominada “Final Girl”, virginal, inocente y pura que siempre sobrevive.
“Bahía de sangre” narra la historia de otra herencia sangrienta, la bahía del título (nótese cómo mutó, a lo largo de las décadas, “el legado tenebroso” de los años veinte), propiedad de una aristócrata postrada en una silla de ruedas, que es colgada espectacularmente al poco de comenzar, cuya heredera terminará matando a sus vecinos, a la vez que alguien más va eliminando a los propietarios de las casas aledañas, incluyendo algunos que prefieren conservar el paraje natural a convertirlo en algún desarrollo que sepulte bajo el cemento el bosque.
La trama mantiene los absurdos giros argumentales típicos del Giallo, y su influencia más clara, realmente descarada, se dará en la célebre escena de empalamiento –mediante un arpón- de una pareja adolescente, que hace el amor en la cama de una cabaña, en “Friday the 13th Part 2” de Steve Miner, y que se corresponde al de otra pareja juvenil, que es traspasada por una lanza, en una casa de la bahía. En ambas películas la cámara toma el momento exacto en que las puntas atraviesan los cuerpos y el colchón y salen por debajo.
Crash: Extraños placeres (David Cronenberg, 1996)
Tanto el autor de la novela, J. G. Ballard (uno de los representantes de la New Wave en su género) como el crítico literario David Pringle, consideran que la obra, que adaptaría al cine David Cronenberg, pertenece a un tipo de Ciencia ficción poco reconocible que denunciaría “lo que la tecnología ha hecho con nosotros, y lo que nos hemos hecho a través de la tecnología”. Este subgénero no es otro que el “Horror tecnológico”, en el que Ballard destaca como un Maestro.
“Crash” es una película auto referente, y un tanto anómala, en la cinematografía de Cronenberg, director profeta del movimiento fílmico de “La nueva carne”, que concibe la fusión de la máquina y el cuerpo humano (el Ciborg) en términos de horror. Hacia el primer tercio de la película, Vaughan (Elias Koteas), alude al movimiento cronenbergiano sólo para burlarse en seguida, en pos de lograr el acto supremo, de éxtasis, orgásmico, en el momento límite en que se pone en peligro la vida a bordo de un auto con el que se va, deliberadamente, a chocar contra otro auto o algo (atropellar a alguien no es atractivo), lo que vendría a ser lo mismo, pero en términos pornográficos.
James Ballard (James Spader interpretando al personaje que en la novela cumple el papel de alter ego de J. G. Ballard, el novelista), un adicto al sexo, mantiene una relación libre con Catherine (Deborah Kara Unger), su esposa, quien, como él, busca nuevas sensaciones. Tras un accidente, Ballard se topa en un hospital con Vaughan, que viste con bata blanca y a quien confunde con un médico, y con la Dra. Helen Remington (Holly Hunter), viuda del hombre que resulta fallecido en el accidente. Pronto, Helen y Ballard se ven involucrados en una relación sexual parafílica, estimulada por el accidente y, ya fuera del hospital, asistirán a una serie de recreaciones de choques mortales famosos (el de James Dean, por ejemplo, a bordo de su Porsche Spyder 550, denominado “Little Bastard”), en el que descubren a Vaughan como a una especie de sacerdote de un culto, en el que se accede a la estimulación sexual asistiendo, o provocando, accidentes automovilísticos, incluyendo el fetichismo por los autos destrozados por los mismos.
Ballard mismo cae bajo el poder sexual de Vaughan, relacionándose con él en actos homosexuales y formando parte de su séquito en el que no falta Gabrielle (Rosanna Arquette), que viste con mallas y cuero negro y lleva encima aparatos ortopédicos, que no disimulan sus profundas y terribles cicatrices por los accidentes en los que se ha visto involucrada.
La película de Cronenberg atenúa varias situaciones extremas de la novela, pero conserva su poder de inquietar y, hasta de causar hilaridad, al mostrarnos las consecuencias, psicopatológicas, a las que nos han conducido nuestras relaciones de dependencia con las máquinas. Un tema que en el Siglo XXI estará presente cada vez más.