Por Samuel Lagunas
Desde Morelia
Ver el mundo es siempre un acto de interpretación. No existen las miradas puras, inocentes, neutrales. En el cine, la mirada crea un discurso que se enuncia para alguien más: los espectadores. Y, puesto en términos económicos, la industria mercantiliza las miradas: las introduce en un proceso de oferta y demanda, de exportación y de importación. No son pocos los teóricos que han reflexionado al respecto. Edward Said, por ejemplo, bautizó como “orientalismo” al mundo oriental producido por la mirada occidental. Las teorías decoloniales y poscoloniales han luchado contra esos discursos construyendo y visibilizando miradas propias que, además, no se entregue como mercancía a ese otro hegemónico ni reproduzcan las relaciones de dominación.
“Capernaum”, la nueva película de la cineasta libanesa Nadine Labaki, se debate en esa encrucijada. Zein tiene 12 años y está en la cárcel por acuchillar al esposo de su hermana menor. Desde ahí, y gracias a un programa de televisión y a una abogada benefactora (¡protagonizada por la misma Labaki!), emprende un juicio contra sus padres. Los demanda por haber nacido. Hay antecedentes en toda Europa de casos similares. Pero Zein es un niño libanés en plena crisis migratoria. Su padre es un hombre que no cesa de condenarse a sí mismo por ser pobre y estar educado en una cultura patriarcal, mientras que su madre abandera el discurso de que todo niño es una bendición.
A través de flashbacks y alternancias entre el juicio y el pasado de Zein (estrategia narrativa popularizada por “Quisiera ser millonario”), Labaki confecciona un tour por los principales problemas de las clases bajas del país y cómo éstos pueden cruzarse a través de tres personajes femeninos: una niña libanesa que tan pronto como menstrúe será intercambiada por gallinas, una niña siria que quiere llegar a Suecia y una madre etíope que busca legalizarse para no ser deportada y perder a su hijo recién nacido. Zein, cual lazarillo de Tormes, interactúa con cada una de estas mujeres, convive con ellas e incluso trata infructuosamente de ayudarlas.
Aunque Labaki no cae en la condescendencia ramplona hacia sus personajes, sí insufla en toda la cinta un aliento de lástima. “Capernaum” está hecha para que los espectadores (europeos, norteamericanos y latinoamericanos de clase media) nos sintamos mal y nos lamentemos por “cómo viven allá”. Además, la cinta se encierra en su discurso peligrosamente antinatalista, y no logra construir una perspectiva que sostenga a la película por sí misma. Labaki comprueba que ha aprendido a imitar muy bien la mirada hegemónica de Occidente que sigue necesitando espacios donde pueda darse golpes de pecho y, en el mejor de los casos, reconozca que puede estirar la mano para hacer un acto de caridad. ¿No es eso lo que Labaki misma propone a través de su actuación como la mesiánica abogada: el cine como caridad?
Paul Weitz, director de películas como “American Pie” (1999) o “Grandma” (2015), entrega ahora “Bel canto”, una comedia sobre una guerrilla indígena latinoamericana. El argumento es sencillo: la presidencia del Perú organiza una fiesta privada donde invita diplomáticos europeos, un empresario japonés protagonizado por Ken Watanabe y una famosísima cantante de ópera, Roxanne Coss, encarnada por Juliane Moore. El concierto es interrumpido por un grupo de guerrilleros que toman como rehenes a todos los invitados al desilusionarse por no encontrar entre los asistentes al presidente, quien prefirió quedarse en casa a ver su telenovela. El grupo de guerrilleros de la película, que recuerda al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, está retratado con preocupante trivialidad. Una de ellas, por ejemplo, se enamora fácilmente de un intérprete japonés, mientras que otro se convierte en un entusiasta alumno de la cantante Roxanne. El líder guerrillero (Tenoch Huerta) lo único que quiere es estar de nuevo con sus hijos en Suecia, no sin antes ver libre a su esposa y a todos los demás presos políticos.
No está clara la función de la comedia en “Bel canto”. Los rehenes se hacen amigos de sus captores, juegan futbol, ajedrez, hacen jardinería, se enamoran, copulan. Construyen su pequeña Arcadia. Inclusive algunos hablan sobre la posibilidad de no salir ya nunca de allí. En el momento de mayor tensión en las negociaciones con el gobierno, la voz de Roxanne se convierte en mediadora y constructora de paz, pero la construcción de esa escena en vez de dignificar la ópera o el arte, la ridiculiza. La mirada de Weitz, en este sentido, se ampara en la ligereza, pero no está exenta de perversión. No porque quien escribe esto sostenga que es inadecuado reírnos de los movimientos populares (aunque hacerlo en un momento histórico como éste donde resistir se vuelve cada vez más imperante, tal comportamiento sí raya en la irresponsabilidad y el descaro), pero sí porque la tragicomedia que Weitz construye en “Bel canto” revela el desconocimiento y la frivolidad que le otorga la comodidad de estar lejos.