Por Raúl Miranda López

¡Rueden
las lágrimas! dijo el director, y la maquinaria cinematográfica se activó para
hacer aflorar los deseos insatisfechos, la infelicidad, el desamor, la
renuncia, la autoanulación, las frustraciones, los desasosiegos, el sacrificio,
la melancolía, el dolor, el sufrir. 


La exacerbación de los sentimientos es el
elemento básico del mecanismo melodramático, sustancia clave que se presenta en
muchos géneros cinematográficos y que algunos osados realizadores decidieron
utilizar de forma consistente en sus películas. Clarence Brown, Frank Borzage,
John Stahl, Erich von Stroheim, David W. Griffith, Douglas Sirk, Delmer Daves,
King Vidor, Max Ophüls, Nicholas Ray, Henry King, John Cromwell, Leo McCarey,
Vincente Minnelli, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi, Rainer Werner Fassbinder,
Pedro Almodóvar Ismael Rodríguez y Emilio Fernández son directores
comprometidos con el género de las turbaciones del alma, creadores de
melodramas románticos, melodramas psicológicos, melodramas sentimentales,
melodramas familiares. 


Este género, de apariencia simple, es sin embargo el
“genero de géneros” (señala Pérez Rubio en su libro “El cine melodramático”). Los
cultivadores de esta narrativa ponen en términos audiovisuales las curvas de la
felicidad: ¿qué cantidad de placer o sufrimiento le corresponde a los
personajes? ¿Qué satisfacciones merecen las mujeres? ¿Qué dosis de abnegación
vive una madre? ¿Cuánto tiempo se resguarda un hombre en el dolor? ¿Cuánta
intensidad emocional requiere un vínculo amoroso? ¿Cuán perdonable es la
traición de un amigo? Luego, por andar cuantificando con precisión, el género
comenzó a diluirse en clichés (o kinemas, les llaman los que saben) que
lo llevarían a su transfiguración pero nunca a su extinción: el close up número mil de un rostro en
llanto, música de los compositores románticos que intensifica la emoción, el
arrebato de la ruptura amorosa, la mujer que espía por la ventana, el gesto en
el espejo, la sala de estar como espacio de las afrentas, la escalinata de la
casa que marca los ascensos y descensos de la alegría y la tristeza, el cierre
y abrir de puertas con encono, la imploración en cuclillas, el goce castigado,
el macho triste que mendiga sublimemente un poco de afecto, el tacto de los
objetos como suplencia del tacto sexual, los ríos, el oleaje del mar y la
hojarasca como estados del alma.


Los
creadores de las soap operas y
telenovelas más exitosas han abrevado en las obras de los maestros-gurus del
melodrama, estudian el rasgo espiritual que fundamenta la condición humana: los
síntomas de la afectividad. El melodrama susurra que la regresión psicológica
es el origen de los afectos. La psique de los personajes nunca alcanza un
estado de conciencia superior porque éste se constituye con los trazos
inferiores de los sentimientos: se “quiere la luna cuando se tienen las
estrellas”; la chica enferma y rica se enamora de un hombre casado; el muchacho
pobre embaraza a la joven pobre y común pero luego conoce a la radiante joven
rica; una jovencita se enamora obsesivamente de un hombre que nunca se da por
enterado, hombre y mujer se aman pero no se vuelven amantes: el efecto es el
afecto.


El género perdura
debido a sus características románticas, a sus devaneos entre el amor y el
dinero, o lo que es lo mismo, el amor socialmente condicionado, o porque se
entiende que la vida realmente tiene poca libertad. Y también porque el
melodrama se sustenta en la profundidad psicológica, pero sin abstracciones, de
la escritura de Stendhal, Stefan Zweig y las hermanas Brontë.


El melodrama tiene
un sedimento en el rostro femenino, incluso en el de Bette Davis. Es Chachita
el motor del melodrama de vecindad, y no Pepe el Toro, es ella con sus llorosos
arranques que sólo encuentran calma para canalizar el llanto al disponer de una
tumba para llorar. Es el “genero de las mujeres caídas”; es la cultura popular
infaltable, los buenos contra los malos en perpetuo romance, el equilibrio de
los débiles con los inquebrantables, de los resquebrajados y los enteros. El
dolor debe ser teatralizado: el melodrama requiere el paroxismo, el
desgarramiento.


Que
las películas lleven títulos como La flor
de mi secreto
, Imitación de la vida,
Cumbres borrascosas, Sublime obsesión, Lágrimas de antaño, Las
amargas lágrimas de Petra von Kant
, Escrito
en el viento
, La mujer de al lado,
Qué he hecho yo para merecer esto,
ilustra rápidamente que se trata del cine del patetismo, del subrayado doliente
pero bien narrado.

Y
es que sólo los dioses soportan el no ser amados (diría el apasionado Cioran).