Por Pedro Paunero
“Es lanzado Astíanax desde aquellas torres de donde luchando por sí mismo, y sus atávicos reinos guardando, muchas veces ver a su padre, mostrado por su madre, solía”, así cuenta Ovidio, en el libro XIII, verso 415 de “Las metamorfosis”. Astíanax, o Astianacte, era hijo de Héctor, príncipe y defensor de Troya y de su esposa Andrómaca, nieto, por lo tanto del rey Príamo. Existen varias versiones sobre su muerte, algunas bastante impactantes, como la mencionada en “La pequeña Ilíada”, en la que Neoptólemo, hijo de Aquiles, venga la muerte de su padre, asesinando a Astianacte, al arrojarlo desde la muralla. No importa cuál sea la “auténtica” versión, todas rescatadas para el arte, y los motivos del arte, lo importante es el brutal retrato de la suerte de los niños en los conflictos humanos.
El número de películas, rodadas a partir de 1946, se elevó considerablemente en los territorios ocupados por los aliados, y los soviéticos, en Berlín. El responsable del resurgimiento del cine alemán fue Erich Pommer, el gran productor del cine expresionista décadas antes quien, para 1948, tenía en su haber ya 28 películas, rodadas bajo su supervisión en la que sería la República Federal Alemana. Los temas también se diversificaron, aunque todos tenían que ver, como era de esperarse, con la guerra. “En algún lugar de Berlín” (Irgendwo in Berlín), de Gerhard Lamprecht, se estrenó en 1946, se trata del tercer “Trümmerfilm” alemán, y la cinta que introdujo el tema de los niños como víctimas de la guerra. Narra la historia de un grupo de niños que se relacionan entre sí, y con los adultos, un grupo de trabajadores, desenvolviéndose entre los restos de la ciudad. Se trata de un buen ejemplo de película por la cual, en conjunto, todas las películas rodadas en la Alemania ocupada, por realizadores alemanes, son puestas en el banquillo de las obras “blanqueadas” del nazismo. Y es que, era como si, de repente, esa pandilla infantil despertara en un mundo en ruinas, que siempre ha estado ahí. Y este constituye su patio de juegos, y un lugar donde soñar, incluso. Podemos ver con suspicacia todas estas películas, acaso preguntándonos qué hay de cierto en el reconocimiento, no sólo por parte de sus realizadores, sino del público, para las situaciones reflejadas en las mismas. Pero, no cabe duda que lo hubo. Por abundar en este caso, ¿no es cierto que la humanidad rebosa en cuentos, y leyendas, de niños que juegan en cualquier lugar –en el lodo, en la basura, en la inmundicia-, y ganan ese rincón para la imaginación? La naturaleza infantil exige el juego como algo inherente a su constitución humana, en desarrollo. Los niños jugaban, incluso y, por supuesto, siempre en el mejor de los casos, en los campos de exterminio. Lo hicieron, así mismo, en las aldeas arrasadas por el napalm, en Vietnam, y en los subterráneos de Londres, mientras en el exterior la ciudad era bombardeada por la Luftwaffe.
Aquí, “En algún lugar en Berlín”, toda referencia al nazismo ha desparecido, pero ¿acaso importa? Revisada en el Siglo XXI, podemos comprender esta omisión bajo dos ópticas: el nazismo está implícito en la mismísima devastación, en el cascote y el fierro retorcido, en el ladrillo pulverizado y el muro caído de dicha ciudad, es decir, se da por entendido y, lo más importante, se trata de una historia, en parte, narrada desde el interior del quehacer infantil, por lo que no hace falta machacar con el tema.
Las historias adultas son obvias: Waldemar Hunke (Fritz Rasp, el “villano del cine alemán”, actor de la “Metrópolis” de Fritz Lang, en uno de sus papeles habituales), roba dinero, que esconde detrás de una fotografía en la casa de Gustav Iller (Charles Brauer), uno de los niños de las ruinas, que aguarda el regreso de su padre, y es amigo de Willi (Hans Trinkhaus), que ha quedado huérfano. Paul (Harry Hindemith), el padre de Gustav, ciertamente regresa, pero su espíritu se encuentra abatido. Encontrará el dinero robado, pero la redención no llegará por devolverlo a su legítimo dueño, sino por haber sido convencido por el chico de limpiar el garaje de su casa, un símbolo de reconstrucción, pero amargo, en todo caso, ya que Willi sólo puede morir, al escalar las ruinas, probar que no es ningún cobarde, y caer desde las alturas. Se trata de una escena altamente simbólica. El niño ha reconquistado una ciudad vencida, aunque perezca después de su “pequeño” logro. Son varias las lecturas que pueden hacerse a partir de esta escena, y todas conectan directamente con “Alemania año cero”, de Rossellini.
Hay también un joven soldado, que mira siempre hacia los escombros, representando ese traumático personaje que ha sobrevivido a lo peor. ¿Qué significa, para nosotros, todo esto? Pero, sobre todo ¿qué significó para los espectadores de entonces? El mundo no ha cambiado y, diría el genio del Nuevo cine alemán, Fassbinder, muchos años después, que “el melodrama funciona”. Lamprecht, el director de esta cinta, había rodado “Emil y los detectives” (Emil und die Detektive, 1931), adaptación de una novela de Erich Kästner, célebre autor de literatura para niños y máximo representante del movimiento de la “Nueva objetividad” (que vio su final con el ascenso del nazismo), con un elenco infantil, y repite, en esta, algunos de sus tópicos de la película. Lamprecht, en “Emil”, plasma, al rodar directamente en exteriores, muy bien el Berlín de los años treinta, con sus calles animadas, y su vida cotidiana. Un Berlín que dejaría de existir muy pronto. Con “En algún lugar…”, el de la posguerra (en alguna escena puede verse el Puente de Oberbaum, dinamitado a propósito por la Wehrmacht, para frenar el avance soviético), el de la “caída”, el de los cascajos y la piedra desmenuzada, la de la muerte y la resurrección. Se convirtió, acaso sin proponérselo conscientemente, en un documentalista urbano, desde dentro de estas dos ficciones, cuyos telones de fondo citadinos (pinturas históricas, de un “antes” y un “después”), pueden compararse perfectamente en un par de óleos ganados para el asombro. Todo cambia, y su medida puede ser el olvido, por esto, revisar este tipo de cintas es tan importante.
“La búsqueda” (aka. Los ángeles perdidos; The Search), de Fred Zinnemann, se estrenó en 1948, aunque se trata de una producción estadounidense (introduce al actor Montgomery Clift en pantalla, en su segundo papel, aunque en el primero relevante), es otra de esas “Trümmerfilm” filmada, en parte, en la zona estadounidense, en las ciudades de Ingolstadt, Múnich, Núremberg y Würzburg, en Bavaria, así como en Zúrich, Suiza. Por ello, fue la primera película, producida por un estudio de Hollywood, en ser filmada en una zona ocupada. A diferencia de “En algún lugar de Berlín”, el tema, en este caso, es el del trauma que la guerra ocasiona en la mente infantil. Vemos llegar un tren. En sus vagones viaja un ejército, pero de niños dormidos. Una voz, en Off, nos da cuenta de su desgracia, como si fuera un documental. Los niños despiertan, los hacen salir de los vagones, sus movimientos nos recuerdan los obreros de la ciudad subterránea de la “Metropolis” (1926), de Fritz Lang, automatizados, en una inercia continua, conducidos delante, sin voluntad aparente. La escena del registro de los niños -franceses, polacos, húngaros-, estremece por los testimonios de los pequeños. Una niña cuenta que se ocupaba de seleccionar, por tamaños, la ropa de los ejecutados en las cámaras de gas. Entre los montones, había encontrado la blusa de su madre. Los niños están tan afectados que, al trasladarlos en ambulancia, suponen que están próximos los bombardeos, y el sonido de los neumáticos sobre el empedrado les recuerda el de las ametralladoras, por lo que deciden escapar, y se ocultan entre los edificios derruidos. La historia se centra en la figura de Karel Malik (Ivan Jandl), a quien, por trauma de guerra, Ralph “Steve” Stevenson (Montgomey), quien lo acoge en su casa, termina llamando “Jim”, debido a la pérdida temporal de su memoria y, como el título original indica, la “búsqueda” paralela del niño, por parte de su angustiada madre. La película no carece de algunas pinceladas de humor, como cuando Steve enseña a Jim a hablar inglés, ya que en medio mundo se habla, “incluso en Inglaterra, o algo parecido”.
Montgomery Clift en “La búsqueda”, de Fred Zinnemann.
La carrera de Fred Zinnemann es atípica. Había dirigido, en México, una obra maestra de la cinematografía nacional, “Redes” (1936), con preciosa fotografía de Paul Strand, que pretendía ser realista pero, al convertirla en una pieza de arte, se deslinda del realismo para convertirse en un tardío Cinepoema. En “La búsqueda”, opta por un tono capaz de transmitir compasión, varias veces melodramático, legándonos un fiel acercamiento a la magnitud del desastre al que se vieron envueltos, no sólo los niños de la guerra, sino los padres que desesperadamente los buscaban, y los gobiernos, y todas las personas involucradas en restituirlos a sus hogares, si es que todavía quedaba alguno al cual volver.
Ivan Jandl tenía diez años de edad cuando interpretó a Karel/Jim, en la película. Su papel -impresionante-, le valió un Globo de Oro, y el premio de la academia, el Óscar, pero no pudo asistir a la ceremonia para recogerlos. Lo habían trasladado, otra vez, a su natal Checoslovaquia, bajo el opresor régimen soviético, que le impidió viajar a los Estados Unidos. El director, Zinnemann, recogió, en su nombre, ambos premios, que le fueron enviados a su hogar y hoy se resguardan en un lugar público, para su admiración.
Roberto Rossellini rueda “Alemania, año cero” (Germania anno zero), en 1948. Es curioso el azar; al mismo tiempo, Billy Wilder filma “La mundana” (A Foreign Affair), con Marlene Dietrich, una comedia que, no obstante, oscurece por momentos. En “Alemania, año cero”, los problemas acuciantes de la ciudad devastada, como el mercado negro (Carol Reed, y Graham Greene, llevarían a sus últimas consecuencias este punto en “El tercer hombre”, en 1949, situada no en Berlín, sino en Viena, igualmente dividida en sectores), la prostitución, los robos, la enfermedad, o los nazis clandestinos (como el antiguo profesor, con inclinaciones pederásticas y convicciones darwinianas: “la supervivencia del más apto”), son temas que se centran o, mejor dicho, giran, alrededor de Edmund Köhler (Edmund Meschke, un acróbata de circo, en la vida de fuera de la pantalla), un niño de doce años que, como sucediera con el Willi de “En algún lugar de Berlín”, no tiene otra salida que la muerte, tirándose desde lo alto de los restos de un edificio. Rossellini eligió al pequeño Meschke, actor no profesional, por el parecido con su propio hijo fallecido, Romano, y se topó con una problemática común entre sus improvisados actores, el hambre. Rossellini trabajó sin un guion, y le llovieron las críticas negativas, pero para mí se trata de una obra maestra en bruto, porque retrata tiempos de brutalidad. La película es, en sí, un continuo avance entre los descubrimientos instintivos de Rossellini, como director –en una palabra, como “autor”-, y la tensión auténtica del ambiente retratado. No se trata de la apología (ese temido “blanqueamiento” para con los acusados) de todo un pueblo, sino de la exposición de una serie de conductas humanas, latentes en todo momento, pero que brotan sólo en los tiempos extraordinarios. Es, por ello, puro “cine filmado bajo presión”. A menudo la crítica –y el mismo Rossellini no lo aclaró-, se han enfocado en dilucidar el significado del título, cuando es tan sencillo: la cinta revela un anhelo de recomienzo (todo se comienza desde cero), a partir del final. Es decir, el cúmulo de atrocidades a las que hemos asistido, confluyen en la escena del niño arrojándose desde el edificio. Todo lo anterior nos preparó para eso, aunque nos pille por sorpresa. Pasado el shock de ver al niño saltar, sólo nos queda la comprensión de su proceder, de entender por qué ha sido llevado hasta ahí. La humanidad no es una obra hecha, sino materia en proceso. Y, esa, es la clave autoral de “Alemania, año cero”.
Más de dos décadas después, el cineasta mexicano Ismael Rodríguez, se embarcaría en uno de sus proyectos más insólitos, la película “El niño y el muro” (1965), filmada en Berlín, sobre otro niño que juega despreocupadamente. Esta vez no entre escombros, sino al pie de un muro que atravesaba la misma ciudad. Los tiempos habían cambiado, pero no los alcances de la atrocidad a los que pueden llegar los seres humanos.
Léase también:
Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión
Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (II) Del odio a la posguerra
Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (III) Posguerra y culpa colectiva.
Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (IV) Las Trümmerfilm: Películas de escombros.