* Principio y fin, referente de su filmografía

Por Hugo Lara

El director Arturo Ripstein ha hecho de lo sombrío un escenario obligado en su cine, siempre de una densidad dramática que abruma, que se clava como puñales lanzados al corazón y a la cabeza. Casi resulta imposible asilar una película suya del resto de su filmografía. Sendos vínculos pueden ser encontrados a lo largo de su prolífica obra. Una película lleva a otra y a otra, y al final del día el conjunto explica un mismo concepto, una visión desgarradora de la esencia humana.  

En Principio y fin el espectador verá más de un elemento que se repite en otras películas importantes de Ripstein, muy claramente en El Castillo de la Pureza (1974) la perversa historia de un hombre que por años mantiene encerrados en casa a su familia, para mantenerlos aislados de la corrupción del mundo. En Principio y fin se manifiesta el horror de una perturbadora  idea que se refiere a que la peor amenaza proviene de la intimidad familiar, de lo más hondo a lo que pertenecemos y somos, el principio y fin de nuestras vidas pero igual de nuestras frustraciones, de nuestros demonios. Allá afuera, la vida que palpita tras las paredes del hogar es apenas un rumor, una ilusión de la que más vale desconfiar.  

Doña Ignacia (Julieta Egurrola), ante el apuro de haber enviudado y verse en la ruina, decide invertir todos los esfuerzos familiares en provecho de su hijo consentido, Gabriel (Ernesto Laguardia), y para tal efecto obliga a sus otros tres hijos (Bruno Bichir, Alberto Estrella y Lucía Muñoz) a sacrificarse con trabajo y a degradarse como personas para que aquél, con hipocresía y egoísmo, pueda crearse un futuro promisorio. Tal vez aquella divisa que habla de los vicios privados y las virtudes públicas pueda definir con exactitud el juego perverso de esta historia, el de las falsas apariencias.   

Bajo esta lente, Principio y fin se inscribe en la larga tradición del melodrama familiar del cine mexicano, en el mismo caudal que cruzaron antes películas clásicas del género como Cuando los hijos se van (1941), sobre el desmembramiento familiar, Una familia de tantas (1948), alrededor de la tiranía paterna, o en especial Todos son mis hijos (1951), fábula dedicada a ponderar los valores maternos mediante la flagelación de unos personajes en extremo nobles y bondadosos.   

Pero en Principio y fin, el director y su guionista de cabecera, su esposa Paz Alicia García-Diego, parecen ensañarse con destruir la otrora intocable institución materna, una suerte de equivalente del personaje de Claudio Borook en El castillo de la pureza. Y es que doña Ignacia es su personaje bisagra que construyen con paciencia y morbo, que moldean con sensibilidad para concebirlo profundamente humano y monstruoso.  

Principio y fin está basada en una novela del egipcio Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura y autor también del libro El Callejón de los Milagros, que inspiró a otra película mexicana dirigida por Jorge Fons con el mismo título, ambas producidas por Alfredo Ripstein. Principio y fin está centrada en el intríngulis familiar cuyas torcidas relaciones propician trágicos estropicios en la vida de cada uno de los involucrados. En la estructura, la narración ensambla las historias de este puñado de personajes, que se afectan inexorablemente unos a otros, pero que son influidos por un centro fuerte y poderoso, destructivo, en este caso la figura materna. 

Se trata de una especie de Cuatlicue, que ejerce su  maternidad cruelmente pero con gran inconciencia, irresponsablemente, en una espiral descendente, que la hunde junto a los suyos en lo más hondo de la miseria. La ruina social que hace que se transporten de un decoroso departamento al sótano de la vecindad es apenas un indicador de esta pobreza que les socava el espíritu, que los transforma en entes vulnerables a su propia mezquindad, su exterminio.  

El director se sirve de la lente del fotógrafo Claudio Rocha para internarnos en un ambiente sórdido de tonos grises, el de una familia venida a menos de una Colonia Juárez que nos muestra la cara de una ciudad en decadencia, el entorno donde mejor funciona el big-bang del universo de Ripstein, poblado por criaturas frágiles, de conductas ambiguas, seres solitarios en un mundo abigarrado que deben hacer frente a un destino trágico. Y acaso, en medio de las sombras y los nubarrones de esta explosión, puede verse con claridad las contradicciones y los sentimientos de este puñado de personajes miserables, en cuyas notas debe destacarse las actuaciones de Julieta Egurrola, Bruno Bichir, Alberto Estrella y Lucía Muñoz.

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.