Por Pedro Paunero

Nos encontramos con el tardío actor Lincoln Maazel –cuya carrera comenzara a los 56 años en obras de teatro, y pasaría al cine con, precisamente, “The Amusement Park” y haría, finalmente, un segundo papel en “Martin” (1978), cinta también dirigida por George A. Romero–, caminando por las calles de Pittsburgh, Pensilvania, advirtiéndonos que pronto cumplirá 71 años, sobre la importancia de permanecer activos en la vejez, el olvido al que son sometidos los ancianos en un mundo construido exclusivamente para jóvenes, y que el parque de atracciones, en el cual se desarrolla la historia próxima a contarse, ilustraría el problema, provocando, para esto, que el espectador lo experimente empáticamente.

Es una forma muy sutil de adentrarnos a lo que no será nada sutil. Se nos informa sobre el carácter no profesional de los actores y los extras –todos voluntarios–, así como el de las personas mayores del filme (recluidos en asilos, por lo que su participación –un tanto pasiva, eso sí– en el rodaje, constituyó el único motivo de felicidad en el crepúsculo de sus vidas), y que el “West View Park”, célebre parque situado al norte de la ciudad (en North Hills, exactamente) por aquel entonces –mismo que cerraría sus puertas en 1977, y del cual no quedan rastros, a no ser por los “souvenirs” que los vecinos conservan en sus casas–, les fue prestado de manera solidaria. Unos cuantos años después, Romero, que trabajaba con presupuestos no muy holgados que digamos, también tomaría prestada otra locación –que devendría en arquetípica de la crítica social en la más lograda de sus películas sobre zombis–, el centro comercial “Monroeville Mall”, de “El amanecer de los muertos vivientes” (aka. Zombi; Dawn of the Dead, 1978), situado al este de Pittsburgh. 

Maazel nos advierte: “alguna vez ustedes serán viejos”, y este prólogo, de cuatro minutos y seis segundos de duración, que parecería fuera de lugar en una película de Romero –a quien identificamos ante todo como un director de películas de terror, por supuesto– termina para dar lugar a una historia cruel, ridícula por momentos, en la cual la cámara de S. William –“Bill”- Hinzman -aquél primer zombi caníbal de la historia, el mismo que apareciera en el cementerio de “Evans City”, en el condado de Butler, de Pensilvania, en la legendaria “La noche de los muertos vivientes”, y que por poco convierte con su actuación tembleque, rostro de mandíbula chueca y pasos torpes aquella película de terror inicial, e iniciática, en una comedia, y que seguiría actuando en papeles secundarios en otras películas de Romero–, se ocupa de tomar de lejos por momentos , como un espectador distante (un testigo) a Maazel, poniendo más atención a las caderas y piernas de las adolescentes en “Hots Pants” que se pasean por el parque de diversiones.

Se filma –se insiste– igualmente, el deambular azaroso de los pies, con lo que se enfatiza en el penoso andar de los viejos (en sillas de ruedas, andaderas, y ayudaos por bastones), contrastado con el atractivo de los cuerpos jóvenes, los globos de colores, la música de fondo, repetitiva, obsesiva y “alegre”, y el intento de empeñar algunas baratijas con profundo valor sentimental de los ancianos con un cambista despiadado, para luego subirse a la Montaña Rusa (después de que varios viejos sean rechazados por cuestiones de salud y seguridad) y con técnica surrealista, desgranar una historia en la que nuestro “héroe” es golpeado, vejado, insultado e invisibilizado, mientras intenta ayudar a otros ancianos en su misma condición.

Poco a poco nos percatamos que estas situaciones absurdas –por ejemplo, la que ilustra la llegada de unos viajeros con todo y equipaje al parque, y unos botones de hotel que sólo auxilian a los jóvenes pero ni siquiera miran a los ancianos con sus equipajes pesados y anticuados, la escena de los carros chocones que incluye ridículos sonidos grabados de accidentes de tráfico y a la que llega a poner orden un agente de tránsito, la farsa cómica del restaurante en la que se atiende a un millonario, o la de la compra de víveres puestos en tres bolsas de papel, sin que nadie lo ayude a cargarlas– no son sino una metáfora del mundo, un sitio de alegría hecho exclusivamente para la juventud, traducido en la limitada, pero caótica, geografía del Parque de Atracciones. En este parque, que es el mundo, sólo las risas de los jóvenes tienen sentido, y el llanto y la desesperación de Maazel, a quien sólo una niña muy pequeña le llama la atención, y le pide contarle un cuento, es ignorado cuando la madre recoge la canasta del picnic.      

Era el año de 1973 cuando la “Sociedad luterana de servicios de Pensilvania Occidental” le encargara a Romero su única película hecha por encargo. Para entonces, Romero ya cargaba a cuestas con cierta fama como cineasta rompedor en el género de terror, cuando “La noche de los muertos vivientes”, gozara de una no tan mala distribución en cines y autocinemas. Los luteranos vieron el prólogo de esta película, y todo les pareció que marchaba bien en su sistema de cosas en el mundo, en la clara línea de aquel “anuncio de servicio público” que le pidieran, para hacer cobrar consciencia en la gente sobre los ancianos y la ancianidad siempre ignorada, hasta que la pantalla se fundiera a negro, aparecieran los títulos (el guion es obra de Walton Cook, a quien se debe “Colapso: exterminio brutal” (The Crazies 1973), la película fracasada –debido a su mala distribución– de Romero), y se encontraran otra vez con Maazel, vestido con un traje blanco bastante manchado, con heridas en la cara y una venda en la frente, sentado en una de las tres sillas blancas (en las escenas posteriores veremos que son cinco, conforme la toma vaya abriéndose), en una estrecha como extraña sala blanca.

Vieron algo de sueño en esta sucesión de cortes, en los que se hace énfasis en los primeros planos del rostro cansado, boquiabierto, respirando con dificultad, del personaje, y mucho más de anomalía, de rareza, cuando la puerta blanca se abre y entra el mismo Maazel, saluda y pregunta si le gustaría salir fuera a su doble, que responde que “no hay nada afuera”. Para este momento, ya era demasiado tarde para echarse atrás, pues el horror –ante tal entidad cinematográfica, que no era precisamente lo que ellos tenían en mente al encargarle la película a Romero– había cumplido. Pero no el fin para el cual la cinta había sido hecha. 

En la habitación blanca el otro agrega que, de todos modos, saldrá. “A ti no te gustará, no te gustará”, advierte el primer anciano. “Veré por mí mismo”, dice el segundo. “No hay nada, nada”, insiste el primero. El recién llegado abre la puerta y la realidad –el movimiento, el sonido, la forma, y el color del parque de atracciones– penetra, resquebrajando el sueño. Pero esta realidad a la que el anciano sale –y nosotros con él– será, después de todo, la auténtica pesadilla, la misma que dejara boquiabiertos a esos luteranos. Imaginarlos ante la pantalla, viendo esta “travesura” de Romero, es cómico. ¿Qué se esperaban del “padrino de los muertos vivientes”, del “padre de los zombis caníbales”, de aquel director que expresara que “el amor verdadero nunca muere, que se pudre, pero no se muere”? 

Es, con precisión, esta historia que se nos cuenta ahora -hasta el minuto cuarenta y nueve con dos segundos, en que Maazel abre la puerta y la cierra tras de sí al parque, herido, caminando lastimosamente, ayudado por su bastón, antes de que su doble entré y diga “Hola”, repitiendo la escena de apertura y condenándose a sí mismo en un bucle temporal demoníaco-, la que nos estampa el auténtico horror, la verdadera naturaleza de la  trama –una historia circular, un “eterno retorno” infernal– que sólo es atenuada por un epílogo en que se vuelve machaconamente a concientizar sobre la vejez, en la que nosotros, espectadores asombrados por este rizo imposible, quedamos deshechos y en la que sólo entonces, todo lo visto anteriormente, cobrará sentido.

“Uno de estas veces –asegura Maazel en el epílogo que dura tres minutos– la puerta se abrirá en tu vida y entrarás en el parque de atracciones. Lleno de esperanza, anticipación por el futuro, y curiosidad por lo que encontrarás ahí. Y si vuelves a la sala blanca, desolado, destruido y sin ninguna esperanza para el futuro, dependerá de un número de factores, que cuando llegue el momento estarán fuera de tu control. En espera de ese día, considera ahora que el hombre del parque de atracciones, es un espejo de ti mismo, separado sólo por el paso del tiempo (…). Te veré en el parque algún día”.

Maazel se aleja, dándonos la espalda, lento y cabizbajo, a su derecha se levanta la Montaña Rusa, y en el suelo las hojas secas se mueven con el viento, mientras pasan los títulos finales. Es obvio que los luteranos, escandalizados, no quisieron saber nada más de la película y la mandaron enlatar, dando al traste con la pretensión –esa que habría hecho la “única felicidad”- de los actores involucrados en el proyecto –salidos de sus habitaciones en las instituciones de asistencia donde pasaban sus vidas, atrapados, también, en un “eterno retorno”, insulso por amargo- por verse en la pantalla grande, aunque fuera en una película educativa, de corte social, que jamás cumplió su cometido. A la distancia, podemos ver cómo aquellos luteranos se encontraron en la misma situación que los miembros de la Iglesia Bautista que financiara “Plan nueve del espacio exterior”, la denostada obra maestra de Ed Wood, y su gran desconcierto al descubrir la aberración que ellos mismos habían contribuido a crear. De esta forma, el filme fue olvidado, incluso por Romero, que jamás volvió a mencionarlo, acaso en uno de esos olvidos encubridores –freudianos– para evitar el trago amargo de recordar una mala experiencia, hasta que Daniel Kraus, el asiduo colaborador de Guillermo Del Toro, descubriera una copia en 16 mm el año 2018.

La película se convirtió en el primer proyecto de la “Fundación George A. Romero”, con Suzanne Desrocher-Romero, la entusiasta viuda del realizador, a la cabeza, mientras IndieCollect, el equipo de restauración a cargo de Suzanne Schulberg, se encargó de pasarla al 4K. Posteriormente, el servicio de video bajo demanda “Shudder”, compraría los derechos para su exhibición exclusiva, misma que, tras el estreno en Pittsburgh el 12 de octubre de 2019, llegó al servicio de Streaming el 8 de junio de 2021, para el que se mandó hacer un hermoso cartel al polaco Aleksander Wasilewski. Los fanes del realizador, y los seguidores del cine de terror, aguardamos con impaciencia. 

Este mediometraje perdido de Romero –cincuenta y tres minutos de un filme que emula algún capítulo de “La dimensión desconocida”, incluyendo el prólogo, el contenido y la forma, y que no evade ese andar zombificado en los pasos de los visitantes del parque-, esta cinta, voluntariamente olvidada, del único director de terror en lograr poderosísimas metáforas sobre la conciencia social dentro del género de horror, constituye una revisión terrorífica de una historia que Leo McCarey nos había contado ya en la significativa “Dejad paso al mañana” (Make Way for Tomorrow, 1937), en la que cuenta cómo ninguno de los hijos quiere hacerse cargo de la anciana pareja protagonista.

Ver “The Amusement Park” hoy –mientras la Fundación George A. Romero busca un director que pueda llevar a la pantalla el guion inédito de “Twilight of the Dead”, con la que se daría punto final al ciclo de zombis del director–, es reafirmar que las cosas no han cambiado mucho desde entonces. La película ha cobrado nueva vida –valga el juego de palabras–, pero la conciencia social –en la que Romero fuera campeón-, sigue requiriendo estos esfuerzos en el cine. Una y otra vez, tal como vemos pasar los pasos perdidos de los visitantes de “The Amusement Park”, obsesivos e insistentes.


 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.