Por Raúl Miranda López.
El cine de horror mexicano fue producido en buena medida por
Cinematográfica Calderón, principalmente las películas de “Santo”,
quien estaba obligado a enfrentarse a mujeres vampiro, zombis y momias
aztecas o de Guanajuato. Igualmente aparecían los iconos del
horror anglo y centroeuropeo: licántropos, científicos locos,
maldiciones de Nostradamus, conventos y casonas del horror.
Producciones Sotomayor y Cinematográfica Chapultepec también incidían
en las mitologías y leyendas de lEuropa del Este.
La sangre, la noche, la inmortalidad, el alma y los símbolos perennes
de lo siniestro surgían en decenas de películas serie B mexicanas (o
Z). La iglesia, la ciencia y la moralidad humana en forma de luchadores
enmascarados se enfrentaban a las sombras en un país que ya
aplicaba el metalenguaje de “chupasangres” a los caciques, “mordelones”
a los policías, “colmilludos” a los líderes políticos y sindicales.
Hubo una fórmula de producción (dice Saúl Rosas en su incipiente libro
El cine de horror en México), había un público y se intentaba recuperar
una tradición de leyendas orales, los misterios prehispánicos y los
terrores coloniales, pero no prosperó.
En México, el monstruo macabro, romántico y sexual, proveniente de la
mitología de la región eslava, el vampiro mexicano, nahual con capa y
fistol, es un mito vivo, un trastorno de la personalidad, impregnado en
un actor recurrente, Germán Robles, y en otros, coadyuvantes, como
Carlos Ancira. Fernando Méndez (eslabón perdido del cine mexicano), de
“clara vocación por el cine de géneros”, el más relevante de los
directores del segundo nivel (Eduardo de la Vega Alfaro, dixit)), es el
responsable de El vampiro (1957), príncipe de las tinieblas que en esta
primera incursión prefiere la ubicuidad de las comarcas provincianas.
En el filme de Méndez, la versión nacional más lograda sobre el mito
del conde Drácula, adaptada al medio rural mexicano, destaca su
solvencia técnica, un excepcional uso de la atmósfera típica de toda
historia de horror: la iluminación contrastada (de gran nivel el
trabajo cinematográfico de Rosalío Solano), la niebla, inusuales
ángulos de cámara y hábiles movimientos de la misma; la iconografía
elemental: la estaca, los espejos que no reflejan, la capa abarcadora
como fondo en los créditos de entrada, las telarañas, las teas, el
polvo, los libreros pasadizos secretos, el carruaje de caballos de
cascos resonantes, los vestidos de encaje, las catacumbas y la retórica
del color en los mismos para uso ético (blanco y negro, buenos y malos,
respectivamente), el pelo suelto (obligado) en las damas infectadas de
vampirismo, la futilidad de las balas y los crucifijos protectores. La
escenografía pertenece a Gunther Gerzso. Él, como suizo de origen
alemán, algo de expresionista poseía (esa forma de la plástica donde
predomina lo oscuro sobre los claros, las sombras proyectadas), y de
donde provino esa obra maestra del mito: Nosferatu (F. W. Murnau,
1922). Destacan también las escenas de las transformaciones del vampiro
humano en vampiro quiróptero, por medio de ediciones y disolvencias
ágiles, y aunque de pronto se notaban los alambres e hilos del
truco, a los espectadores de la época los dejaban electrizados de
miedo.
Así, el conde húngaro de Lavud, palíndroma de Duval, se establece en
Sierra Negra (México), en una mansión vecina a la casona llamada “Los
Sicomoros”, habitada por tres seres misteriosos: Eloísa, Emilio y María
Teresa. Allí se celebrará una lucha tremenda entre las fuerzas del bien
(sin gracia) contra el mal (fascinante).
La aritmética para que florezca el cine de horror como alegoría de
convulsiones sociales o de inseguridad (explicadas por Siegfred
Kracauer, en su libro De Caligari a Hitler), para México no fue
automática: porque viéndolo así, la contingencia privó en toda la
historia nacional del siglo XX, sobre todo en nuestros días en que la
mutilación ya no es una metáfora y aparecen por doquier cuerpos
decapitados y cercenados. Situaciones traumáticas como la pérdida de la
identidad, la sumisión, la criminalidad, desequilibrio social, la
inaprensible angustia, la incertidumbre, la pesadumbre, la perplejidad
y toda una serie de déficits colectivos e individuales empujan a las
cinematografías a andar el “sinuoso camino de lo indeterminado”: la
pesadilla, lo siniestro, los fantasmas, los monstruos de la mente; en
una palabra, el miedo. Si bien la pantalla fílmica mexicana reflejaba
ciertos temores infantiles, no tan atávicos, no tan profundos, a menos
que se creyera en maldiciones ancestrales exhumadas y sentimientos de
culpa catolizantes no del todo claros: la cinematografía nacional daba
respuesta, en todo caso, a cuestiones vitales de nuestro ser-niño
(Norma Lazo). Con todo, el género en ocasiones alcanzó dimensiones
memorables en películas de los Fernando Méndez, Carlos Enrique
Taboada y Juan López Moctezuma.
Así, la crítica de la época, tratando de darle a todo una explicación
con ayuda de sociología elemental, no encontró fundamento de crisis
social para que El vampiro apareciera en México. Por lo demás, no hay
interpretación analítica freudiana sobre la ruptura del tabú del
incesto, tomando en cuenta que los hermanos y sobrina se mordisquean
entre ellos. Pero sí se ha estudiado El vampiro, curioso ser sediento
de sangre y de tierras, como alegoría de la decadencia de las
haciendas mexicanas y la explotación minera de ciertas regiones del
país; o comarcas, todo el cine de horror mexicano se sitúa en comarcas
(como señala E. García Riera).
Por otra parte, el productor Abel Salazar mencionaba que se le ocurrió
abordar el género, observando la decadencia de los grandes estudios de
Hollywood (haciendo símil con la decadencia de la industria del cine en
México), la pequeña productora Universal se sostenía bien gracias al
dinero que había obtenido por sus películas sobre seres de la noche,
personajes sepultados vivos, hombres lobo o invisibles, momias, museos
de cera y fantasmas de la ópera.
El final de la película es casi perfecto y antecede a la imagen del
tren como símbolo fálico de Intriga Internacional (Alfred Hitchcock,
1959), y pareciera retomar el uso del sonido real (el silbido del tren
que ahoga la voz del hablantín Abel Salazar), del irritante silbido del
barco cuando Marlon Brando le confiesa a Eve-Marie Saint su
participación criminal en Nido de ratas (Elia Kazan, 1954).
En 1968 se repuso una versión adulterada del logrado filme de horror,
en la que, según la apreciación de algunas revistas especializadas,
faltan casi veinte minutos. En 1988, la cinta El vampiro, forma parte
de la XXXVI edición del Festival de San Sebastián, en el ciclo abc de
América Latina; también aparece en 1991 en la muestra “Mad Mex”
del XXIV Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, España.
En Francia, la cinta se presenta dentro de la gran retrospectiva de
cine mexicano exhibida en el Centro Georges Pompidou de París,
1992-1993, y en el breve ciclo de vampiros mexicanos del XII Festival
Internacional de Cine de Amiens, Francia, 1992. La trascendencia del
filme de Fernando Méndez ha quedado registrada en artículos publicados
en revistas extranjeras especializadas en cine fantástico y de terror.
Sus cualidades fueron también destacadas por el cineasta y
crítico Francois Truffaut en un ensayo (nos informa Perla Ciuk,
en su Diccionario de directores del cine mexicano).
Germán Robles y Ariadna Welter, afortunadamente, no descansan
eternamente en sus ataúdes, y de vez en vez vuelven a resucitar para
dejar paralizado de terror a quien así lo quiera.
Recomiendo el libro Fernando Méndez, de Eduardo de la Vega Alfaro, editado por la Universidad de Guadalajara, en 1995.
Dir: Fernando Méndez (ABSA Producciones). Guión: Ramón Obón. Fot. Rosalío Solano.
Con: Germán Robles, Ariadna Welter, Carmen Montejo, José Luis Jiménez, Mercedes Soler, Alicia Montoya