Por Jessica Oliva
Dentro del debate académico sobre si el cine es capaz o no de hacer filosofía, siempre sale a relucir el nombre del director estadounidense Richard Linklater. Sus películas suelen ser consideradas “de tintes filosóficos”, por aquello de que sus personajes son frecuente vehículo para explorar las causas últimas de temas como el amor, la vida, la cultura y, sobre todo, el paso del tiempo. Ello, además, suele manifestarse en forma de extensos diálogos incisivos, mínimos juegos de cámara y una estructura narrativa suelta: de momentos que simplemente se unen.
Aun así, y a pesar de los ánimos reflexivos y hasta experimentales de sus proyectos– incluso de los más exitosos, como su trilogía “Antes del amanecer” (1995), “Antes del atardecer” (2004) y “Antes de la medianoche” (2013)– nunca ha sido totalmente claro cómo es que podrían ser un ejemplo de que el cine puede, en efecto y sin lugar a duda, “hacer filosofía” de una forma que le sea exclusiva y, sobre todo, original. Es más, dentro de dicho debate siguen las discusiones sobre qué es exactamente eso de “hacer filosofía”. Y más aún, se trata de un debate que a nadie realmente le importa, porque suele perderse en los pliegues del academicismo de estudiosos para estudiosos.
Pero entonces llega a la cartelera una película como “Boyhood: Momentos de una vida”, la más reciente producción de Linklater, cuya propuesta no sólo la alza como un hito en la historia del cine, sino que desempolva, humaniza y saca de las solemnes arcas de la temida Academia una de sus teorías más discutidas: que el lenguaje cinematográfico puede afectar la forma en que percibimos el tiempo, el movimiento y el fluir de las cosas, temas que son, por sí mismos, filosóficos.
Favorita para la temporada de premios y considerada la principal competencia de “Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia)” de Alejandro González Iñárritu, “Boyhood: Momentos de una vida” es el resultado de un trabajo de 12 años de filmación, tiempo durante el cual estuvieron involucrados los mismos actores– a quienes literalmente vemos crecer en pantalla. Una vez más, Linklater nos presenta un tejido suelto de acontecimientos que parecen unirse por azar, mediante los que narra la infancia de Mason (un natural Ellar Coltrane), de los 5 a los 18 años de edad, comprimida de una forma orgánica en tres horas de película.
La vida que fluye en aparente bajo perfil, sin estructura, rimbombancias ni respuestas absolutas, es la protagonista de este filme. Es la llamada existencia ordinaria, que a veces es dulce, otras feroz, que a veces parece resolverse, solo para volver a enredarse: en la que no pasa nada y pasa todo a la vez. En manos del director, Mason su familia nadan de instante en instante: el divorcio de sus padres (interpretados por Ethan Hawke y Patricia Arquette), los juegos con su hermana (Lorelei Linklater, hija del director), la aparición de unos cuantos padrastros con problemas de alcohol, juegos de video, pornografía en la computadora, mudanzas, el encuentro de una vocación, un primer amor, un primer desamor. Su vida se desliza como un río del cual no sabemos mucho, excepto que corre hacia algo y, sobre todo, que está en constante transformación. Y esa es la principal virtud de la apuesta de Linklater: sin concedernos certezas ni resoluciones de ningún tipo, la película se aleja de los nihilismos y nos presenta una apuesta esperanzadora, en la que triunfa la vida.
Lo más relevante es que “Boyhood” se las arregla para “discutir”: nos da razones para creer en el sentido de la vida, pero no lo hace a través de los diálogos de dos personajes que debaten, conflictos que devienen en finales agradables, alegorías, moralejas ni escenas que ilustren o parafraseen un mensaje en particular. Lo hace por medio del lenguaje cinematográfico y sus posibilidades, que ponen a fluir ante nuestros ojos instante tras instante, en una historia vital que parece desarrollar una consciencia propia. Todo ello, gracias a una edición impecable, un elenco que realmente habita sus personajes y la visión de un cineasta que cree el cine puede decir las cosas de otra forma.
Al final, nos da razones no lingüísticas para creer en la vida, porque al terminar no podemos explicar con precisión qué significado tuvo lo vivido por Mason, pero nos es igual de imposible afirmar que cada momento que le vimos estuvo desprovisto de sentido.
¿Puede el cine hacer filosofía? Aún no hay conclusiones al respecto. Lo que sí podemos afirmar es que “Boyhood: Momentos de una vida” se encuentra– al menos– muy cerca ello.